¡Qué bueno que vino!

¡Qué bueno que vino!

TONY PÉREZ
En uno de mis periplos periodísticos por los barrios del norte de la ciudad, una señora de Gualey, educada, madre y padre de cuatro hijos, me susurró que estaba compelida a mudarse para un lugar distante y oculto si no quería morir quemada con todo y rancho. Los delincuentes le atribuían responsabilidad en el «calentón» que sufrían sus puntos de drogas tras una denuncia en la Policía de aquellos días de principio del 2000.

En esa zona gobernaba el imperio del miedo. La gente trabajadora sentía que la tranquilidad comunitaria se le iba para siempre de las manos. Percibían que la denuncia ante las autoridades implicaba una segura sentencia de muerte por el triángulo: proveedores externos, vendedores al detalle y policías. El silencio era obligado, la paz una simulación.

    A mí me daba brega sacarles palabras a los lugareños. No creían que fuera buen negocio hablar con representantes de la prensa. Igual los cuadros bajos de la droga que, sigilosos, nos cercaban con disimulo, pues no reparaban en aplicar su modelo de violencia. Suerte que por recomendaciones de líderes populares siempre nos ubicábamos en sitios estratégicos.

Si algo aprendí durante visitas regulares a esas zonas de tugurios es que durante muchos años el poder establecido en la sociedad ha sido constructor barrial de una violencia de primer orden que ahora él mismo se lamenta porque no la puede controlar. Siento que la violencia ya es parte de la vida de esos barrios y que pasará mucho tiempo sin que podamos sacarla.

¿Cómo establecieron ese mal social? A través del abandono de las provincias, debido a una planificación incorrecta que provocó inmigraciones masivas a las grandes ciudades; a través de la conveniencia política que, a cambio de votos, atizó la creación de cinturones de miseria apiñados hasta la asfixia. A través de la falta de agua, luz, calles, escuelas, empleos; a través de la construcción de pobreza extrema y la indeseable ayuda de los narcotraficantes y vinculados.

Cuando viví la vida de esos pueblitos ruinosos, para fines de reportajes en este mismo periódico, llegué a reflexionar en círculos de compañeros de trabajo interesados que allí había una violencia constreñida, insostenible, que el poder y sus voceros no percibían o por lo menos le era indiferente. Y que más temprano que tarde haría explosión y se desparramaría por todos los rincones afectando a todo mundo.

Creo que eso ha pasado. La violencia bajó por gravedad a la zona de los indiferentes y ha tambaleado a la seguridad ciudadana de los privilegiados, la única que al parecer importa. Ha sonado la alarma y ahora hay que recogerla aunque sea por arte de magia.  

El embrollo está en que hasta ese día gris cuando bajaron los delincuentes de la pobreza, todo estaba bien. Es decir, vivíamos tranquilos, con la mirada puesta en un futuro promisorio, tapando el sol con una fibra óptica.

La realidad sin embargo es otra. Tenemos la violencia incrustada en el tuétano de los huesos a causa de la irresponsabilidad histórica de un liderazgo nacional que ha sido promotor premium de la ignorancia y el hacinamiento. Los políticos y sus partidos, incluidos los de izquierda, no son los únicos culpables del problema, pero sí aristas vitales como los empresarios indiferentes que solo saben señalar con garbo los males sociales, sin aportar cuotas para soluciones estructurales.

Que la violencia callejera haya bajado de los barrios, no me sorprende. Tampoco me aterra. Todo lo contrario. Pienso que ha sido importante en tanto ha inquietado al poder y a toda la sociedad. Este escenario provee entonces una magnífica oportunidad para buscarle soluciones globales que ataquen el fondo.  

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