Carmen Noguera Cuenca y José Manuel Cimadevilla
¿Quién no puso la casa patas arriba buscando unas llaves, un libro o cualquier otro objeto que parece que se ha tragado la tierra?
Los seres humanos disponemos de un don innato para el olvido.
Sin embargo, paradójicamente, a veces nos resulta imposible borrar de nuestro recuerdo experiencias realmente ingratas, vivencias de las que resulta complicado desprenderse.
La respuesta a todo ello la encontramos en nuestro sistema de memoria, que evolucionó con nuestra especie para favorecer la supervivencia incluso en los contextos más desafiantes.
Distintas memorias, distintos olvidos
Vayamos por partes. Lo primero que debemos saber es que lo que llamamos memoria depende de varios sistemas diferentes con distintas características.
Si bien solemos asociar la memoria con el recuerdo de los eventos autobiográficos, hace varias décadas que se han descrito diferentes sistemas que dan cuenta de todos nuestros aprendizajes, desde andar, escribir o hablar, hasta conducir, montar en bici, dibujar o aprender una canción.
Posiblemente, la clasificación más admitida en la actualidad sea la presentada a finales del siglo pasado por el científico norteamericano Larry Squire.
Entre otros sistemas mnésicos, distinguió una memoria declarativa, que corresponde a la que formamos de manera explícita y evocamos posteriormente de modo consciente.
Esta memoria depende de la integridad del lóbulo temporal medial y se encargaría, entre otros aspectos, de procesar los recuerdos de tipo autobiográfico y el conocimiento que adquirimos del mundo a lo largo de nuestra vida.
Según Squire también tenemos una memoria no declarativa, responsable del aprendizaje de habilidades motoras, que se adquieren con la experiencia y se demuestran con la práctica, como montar en bicicleta.
Esta misma memoria se ocupa de almacenar estructuras aprendidas y automatizadas, como el orden de las palabras dentro de una oración.
Desde el punto de vista anatómico, esta forma específica de memoria dependería de estructuras subcorticales, entre ellas los ganglios basales, encargados de automatizar muchos de los programas motores necesarios para su puesta en marcha.
Como es lógico, los distintos sistemas de memoria muestran diferentes susceptibilidades a procesos patológicos (demencia) y no patológicos (envejecimiento) que pueden degradar o alterar su integridad.
En este sentido, las memorias autobiográficas (declarativas) son más vulnerables que aquellas otras de las que dependen los actos motores (no declarativas).
Así se explica que cuando uno aprende a montar en bicicleta o a tocar el piano, esa memoria procedimental permanezca prácticamente inalterable a lo largo de nuestra vida, mientras que los eventos autobiográficos presentan una menor resistencia a los procesos de olvido.
Si me emociono, recuerdo mejor
Además del tipo de memoria, existen otras variables que juegan un papel importante en el recuerdo y olvido. Por ejemplo, el contenido emocional de las experiencias o la atención que prestamos, por citar dos de ellas.
Sin duda, los recuerdos con alto contenido emocional permanecen más tiempo en nuestra memoria, incluso toda la vida.
¡Cómo olvidar cuando nos tocó la lotería, aquel viaje con los amigos, el nacimiento de nuestro hijo o nuestro primer trabajo!
Ocurre porque a través del circuito emocional, estamos informando a nuestro sistema mnésico sobre el grado de importancia de cada vivencia.
Aquellas experiencias con alto significado emocional, ya sea positivo o negativo, quedan impresas en nuestros circuitos de memoria de un modo más duradero.
A ello contribuye la implicación de la amígdala, una estructura subcortical del sistema límbico que desempeña un papel fundamental en la consolidación de eventos emocionales y estresantes.
La permanencia de estos recuerdos con alta carga emocional nos ha ayudado a evolucionar como especie, porque gracias al hecho de recordar acontecimientos significativos hemos podido moldear nuestra conducta, preparándonos para eventos futuros y favoreciendo con ello la supervivencia.
¿Mala memoria o mala atención?
Muchos de los problemas atribuidos a una mala memoria se deben, en realidad, a una falta de atención al medio que nos rodea.
Esas gafas perdidas o esa cita olvidada suelen ser fruto de una focalización de la atención en otros estímulos (internos o externos), o de la activación de esquemas automatizados (hábitos o costumbres) que apenas requieren atención y que perturban nuestra memoria.
No podemos recordar exitosamente aquello a lo que no prestamos atención. Y todos sabemos que constantemente son multitud los estímulos que llaman nuestra atención e interfieren con nuestras tareas más cotidianas.
Recientes estudios demuestran que existen diferencias individuales en la capacidad para distribuir los recursos atencionales.
Eso hace que existan personas más vulnerables a la interferencia de información distractora, lo que puede influir en su capacidad para recordar algo concreto.
Si llego a casa y dejo las gafas de sol encima del sofá, mientras hablo por el móvil, me descalzo y me dirijo a la cocina (fuentes distractoras que consumen recursos atencionales), es probable que, después, dedique un tiempo a buscar las gafas o incluso acabe por sentarme encima de ellas.
Las personas que muestran una mayor capacidad para gestionar estos recursos cognitivos limitados recordarían con mayor probabilidad dónde pusieron las gafas, al ignorar de forma más eficaz la información distractora.
¡No olvidemos prestar atención a nuestra memoria! Nos lo agradecerá y lo recordaremos.
Carmen Noguera Cuenca es profesora del Departamento Psicología/ Psicología Básica. Grupo de investigación HUM-891 Investigación en Neurociencia Cognitiva, Universidad de Almería; y José Manuel Cimadevilla es catedrático de Psicobiología, Centro de Investigación en Salud, Universidad de Almería, España.