¡Qué egoísmo!

¡Qué egoísmo!

Interactuamos con objetos y personas. Desde el alumbramiento, inauguramos sentidos y emociones. Establecemos imborrables mensajes en nuestro territorio cerebral, de tal fuerza, que serán los últimos en borrarse de nuestra conciencia. Allí, en ese universo interactivo de células y neuronas, guardamos sentimientos e identidades que serán los cimientos de nuestra personalidad.

Quienes nos quisieron o mortificaron, quedan grabados en códigos vivos, evocables, sensibles. Al estimularlos, disparan cascadas de símbolos y asociaciones imperativas que conmueven nuestra existencia. Traducen, en fracciones de segundos, significantes humanos en significados psicológicos. Actuamos bajo su mandato de forma automática e irreflexiva. La presencia real o simbólica de nuestros mayores, o de quienes nos los recuerdan, transforma el instante. Un reflejo inevitable. Si nos quisieron bien, ese reflejo produce un fenómeno de regresión extático, vigorizante, reparador; un lapsus paradisiaco. Regresamos a la infancia aun teniendo la edad de Matusalén.

A mí me convocan presencias, olores, gestos y actitudes que desestructuran el tiempo, abriéndose paso entre el cabello blanco y gateando entre arrugas que se alivian con los recuerdos. Es la presencia de mi madre, de mis tíos y tías, la que activa conexiones rejuvenecedoras. La urdimbre cerebral acepta el símbolo del gesto tierno, el diminutivo de mi nombre amorosamente pronunciado, y el intercambio de banalidades entrañables. Es un placer íntimo, un instante de eterna juventud.

Esos inolvidables nonagenarios inmortales, que mimaron a tres generaciones de sus descendientes, cuando decidan irse, dejándonos sin esos oasis infantiles que nos regala su presencia, harán mi vejez inescapable.

Con la despedida, comenzará a imponerse la fatiga sin alivios de la senectud; terminará la regresión vigorizante, la provocación de años tiernos, el olor estimulante de cajuil, azúcar y canela. Quisiera eternizar esos dulces fragmentos de mi niñez, por eso no quiero que se vayan. ¡Qué egoísta!

La partida es inevitable, aunque quiera imaginarlos siempre allí, sentados en sus mecedoras, activándome las nervaduras cerebrales para que alumbren el almacén de mi juventud, regalándome instantes de arterias sin placas, articulaciones sin dolor, ojos sin espejuelos, y oídos agudos. Pretendí que seguiríamos juntos hasta hacernos coetáneos, viejitos todos, hasta que olvidáramos que existen despedidas.

Sé que pedirles que no se vayan, que se queden un rato más, que sigan prodigando símbolos maternales, dulzura familiar, solidaridad y amor, es imposible. Pero si pudieran, si les fuera posible, sin mortificaciones inmerecidas, quisiera que dilataran la partida.

Unos cuantos besos, otros abrazos, sentarnos frente a frente, tiempo para seguir agradeciendo. Por favor. ¡Qué egoísmo! Qué apego al anacronismo de una infancia que ellos guardaron y evocaron por tanto tiempo. Como si pasarse casi un siglo entre nosotros fuera poco.

Qué egoístas somos en esta familia por lo tanto que nos quisieron y les queremos. A ellos culpamos de tanto apego.

Cuando llegue el momento inevitable, el que una utopía amorosa quiere detener, háganlo tranquilos, serenos, sabiendo que han dejado en un familión archivos sentimentales imborrables. Les deseo un viaje apacible. Siempre los volveremos a ver, bastará cerrar los ojos y escuchar el mar.

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