Que el orden se impone

<p>Que el orden se impone</p>

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Ya lo sé. Nada es más fácil que criticar. Encontrar y señalar defectos. Lo más difícil es hacer: hacer las cosas bien, para uno mismo y para los demás. Por tal convicción, suelo buscarle, hurgando el suelo como un arqueólogo con una pequeña pala y una cautelosa brocha desempolvadora, razones ocultas a los ojos de la facilidad visual, consciente de que como expresaba el profesor Bosch, “en política lo importante es lo que no se ve”.

Quiero creer que los aspirantes a la presidencia de un país -y, naturalmente, pienso en el mío- son sinceros cuando ofrecen villas y castillos al pueblo que los lleve al poder supremo local. Están enterados de todas las carencias, saben la verdad de aquellos señalamientos de Shakespeare en su soneto 96 en el cual el cúmulo de decepciones lo hacen escribir acerca de que “el mérito nace mendigo, el dorado honor es vergonzosamente desplazado”…y, no obstante, cuando alcanzan la alta posición se desentienden de la miseria popular masiva y dan la espalda a las más urgentes necesidades de la población abusada con impuestos insufribles que generan montañas de dinero que no se sabe, aunque se sospecha, adónde van a parar dentro de un desorden espectacular.

Ciertamente es lugar común echarle la culpa de todos los males “al gobierno anterior”, pero resulta que en verdad el mandato del presidente Mejía marcó un espantoso descenso en la vida dominicana. Tenemos la convicción de que nos robaron el país, nos lo cambiaron. De repente, al levantarse la cresta de la ola delincuencial creada, permitida durante la gestión de Mejía, nos encontramos en un país dominado por la droga, donde sucede lo que resultaba impensable aquí, donde florecen fortunas hijas del gran delito, donde mientras desciende la educación, la moral, las sanas costumbres, asciende vertiginosamente la criminalidad, el escalofriante negocio de la droga, que ya ha incorporado no sólo a adolescentes sino a la niñez, fabricando asaltantes asesinos, capaces de horrores insoñados, envenenados de odio y ciega violencia.

La inseguridad, la desconfianza y el miedo han desplazado la garantía que ofrecían las rejas de hierro en puertas y ventanas. Ya no basta con estar uno encarcelado en su propia vivienda o lugar de trabajo. La desconfianza alcanza hasta quienes visten uniformes militares, policiales o de vigilantes privados. Las motos, las passolas que se acercan mucho a nuestro vehículo con dos individuos -usualmente muy jóvenes- encienden el temor a un asalto que ya suele terminar en secuestro o asesinato. Cierta Embajada de un gran país instruyó a sus empleados locales para que siempre llevaran por lo menos cien pesos en la billetera para evitar que los matasen por carecer de recursos, así como les alertaban para no usar indiscriminadamente relojes costosos, celulares visibles y joyas. Pero esa medida resultó ineficaz en breve término porque ahora roban y matan para no ser identificados.

No está exento de peligro ni un general como Sierra Pérez, que logró salvar la vida, pendiente de un hilo, a pesar de haber entregado a los asaltantes su billetera repleta.

¿Qué nos pasa?

¿Dónde está la República Dominicana que conocimos?

¿Que los excelentes maestros hostosianos murieron y los buenos profesores universitarios escasean? ¿Que la moral y cívica ya no es materia aplicable?

Cierto. Pero hay más.

Impunidad. Corrupción en todo un ancho espectro de niveles y categorías.

Caímos en el error, gravísimo, de confundir la democracia con el libertinaje y la ausencia de reglas.

Y sin reglas no hay sociedad posible.

Hablamos decaídos de la conducta ciudadana en otros países, pero dejamos de lado el hecho de que en esos países las leyes se hacen respetar. Se han hecho respetar por tanto tiempo que ya se han sumergido a lo interno de los ciudadanos nativos y de quienes visitan tales territorios. Se habla de la conducta cívica de los suecos, de los alemanes, de los canadienses… pero no se trata de una actitud surgida de la nada.

Recuerdo la primera vez que viajé a Estados Unidos. Los dominicanos discutían en el aeropuerto nuestro su posición en la fila de abordaje. En el avión se la pasaron alardeando de mala educación y desenfado. Llegados al aeropuerto de Nueva York apenas pude contener el asombro al ver nuestros pasajeros en perfecta fila, callados y obedientes ante la mirada severa de un robusto policía norteño.

Amigos: es que el orden se impone.

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