Que en paz descanses

Que en paz descanses

Te fuiste a destiempo, amiga mía. Nos despedimos una calurosa tarde de verano cuando yacías aturdida en el piso de tu humilde morada en búsqueda de un soplo de aire, entre  mosquitos, moscas y hormigas que no te daban tregua, por los interminables apagones que no tienen piedad de los agonizantes. Estabas rodeada de una manada de niños gritones y peleones, inconscientes del hálito de vida que se iba desvaneciendo de tu cuerpo y de tu lucha por  mantenerte viva, por tratar de manejar durante unas horas más una casa que siempre se te había escapado de las manos. Nos despedimos sin muchas palabras con los ojos llenos de lágrimas, yo que me iba a veranear a los países y tú que te ibas hacia tu morada definitiva.

Te fuiste carcomida por un cáncer que te había vencido antes de ser diagnosticado y azotada por tantas preguntas sin respuestas frente al desamor de tus propias hijas. Golpeada por las embestidas de la vida, no entendiste que no habías podido darles más de lo que tu misma habías recibido. Tu conversión tardía en procura de explicaciones y tu entrega a tu Iglesia no les fueron fuente de inspiración.

Durante años te quejaste de dolores, pero a veces cómo distinguir entre tantos dolores. Cuando lograbas juntar el dinero del pasaje te faltaba el dinero de los análisis, y cuando juntaste el dinero de los análisis tu hija de 13 años tenía que parir de un familiar que abusaba de ella desde hacía tiempo pero que ustedes no denunciaron porque entre familia hay secretos que guardar. Luego del período de riesgo, de nuevo empezaste el proceso, y cuando lograbas conseguir el dinero de la tomografía, y conseguías cita, se dañaba la máquina o no iba el médico. Entonces tu hija se embarazó de nuevo; esta vez de un tigre del barrio vecino y dio a luz de su segundo hijo a los 15, y así pasaron los meses y los años. Cuando te dijeron que tenías derecho al SENASA, vía “la tarjeta” (ilusión del infeliz) y que te llegaron a operar, la enfermedad te había vencido. Atolondrada por los calmantes ya no te diste cuenta que tu hija esperaba su tercer hijo.

Te fuiste sin entender en qué pasó tu existencia y el porqué de ella. Los hombres de tu vida fueron todos charlatanes, víctimas de sus propias historias; tus  hermanos y hermanas, regados desde Najayo hasta Nuevayol y  Madrid, en quehaceres dudosos. Trotinabas sobre unos piecitos minúsculos, con tu ropa larga y flotante,  desconfiada, como una fiera al acecho del sustento de los tuyos; parecías ya una anciana, pero tu cédula desmentía tu edad.

Me haces falta, amiga mía: me enseñaste mucho sobre la capacidad de aguante del ser humano y me ayudaste a valorar mi suerte. Espero solamente que te hayas juntado con tu Dios, que tanto anhelabas encontrar en el cielo, y que lograste la paz que nunca tuviste sobre la tierra.

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