POR: RAMÓN FLORES
Visto el problema de la educación dominicana de manera global, conviene entrar en el proceso de las grandes decisiones para entender cómo los gobiernos definen las prioridades en este país. Cuando en el 2001 Presidente Hipólito Mejía inició su política de endeudamiento, muchos advirtieron el peligro de aquella línea de acción.
Pero en lugar de escuchar los argumentos, el Gobierno, que siempre sabe más, respondió de manera agresiva, acusando a los disidentes de atrasados, babosos, incapaces de sacar 50 votos o de entender la economía moderna.
Basado en sus modernas teorías económicas, el Gobierno tomó dinero prestado para construir acueductos y para comprarles vehículos a los empresarios que le ayudaron a alcanzar el triunfo en las elecciones del 2000; para construir presas y para proteger a banqueros e inversionistas poderosos que vieron aumentar la rentabilidad de sus fraudes y sus malos negocios; para hacer inversiones en el sector eléctrico y para adquirir empresas eléctricas quebradas; para financiar el subsidio a la energía de consumidores que pueden pagarla; para construir carreteras y para financiar letrinas y compra de tusa.
Bonos soberanos, certificados del Banco Central, créditos de suplidores, proyectos llave en mano y sin llave, multilaterales, bilaterales y nanolaterales, con grupos estatales, grupos privados, con árabes y con judíos, toda oferta de financiamiento era intrínsicamente buena y demostraba la credibilidad y el prestigio de la Administración en la comunidad nacional e internacional.
El gobierno que le sustituyó, lejos de cuestionar desde el poder aquella política tremendista, en nombre de la continuidad del Estado la legitimó. Para legitimar la continuidad de la zafra. Ya en este país nada se hace sin préstamos. Y después de seis años de jugar al endeudamiento irresponsable la estabilidad politica y económica de la nación depende en cierta medida de la capacidad del gobierno para reenganchar la deuda pública externa, de la confianza interna en los bonos del Banco Central y del cariño del Presidente Chávez, quien suple al país de petróleo y además se lo fía.
Cuando en agosto del 2004 el nuevo gobierno creó un ministerio que se encargaría de realizar los estudios y diseños relativos a la construcción del Metro de Santo Domingo, hubo algunas cejas levantadas pero no muchas preocupaciones. Tratándose de una de las mayores intervenciones que se puede hacer en cualquier ciudad, se esperaba que entre la decisión de construir y el inicio de la construcción habría el tiempo necesario para hacer los cosas que la ingeniería recomienda, para definir el presupuesto y el monto de los subsidios; para lograr las aprobaciones del Congreso, los organismos reguladores y los Municipios envueltos; para clarificar el asunto del financiamiento; y finalmente para tomar una decisión basada en un orden de grandes prioridades nacionales.
Por eso, cuando en noviembre del 2004 se anuncia que con los recursos que fueron asignados para realizar los primeros estudios se iniciaría la construcción de un proyecto de semejante magnitud, muchos advirtieron sobre las consecuencias de aquella decisión. Pero en lugar de escuchar los argumentos, el Gobierno, que siempre sabe más, se lanzó en una campaña agresiva para denostar a quienes disentían de su precipitación.
Ahora el gran proyecto esta en marcha. Pero todavía el Gobierno no ha podido presentar los estudios y diseños, ni el presupuesto de la obra, ni el monto de los subsidios a otorgar, ni el la deuda adicional que este proyecto arrima. Tampoco ha podido definir cuantas obras de infraestructura básica serán pospuestas o quedarán paralizadas para concentrar la atención política y los recursos del Estado en un proyecto trascendente que jamás fue sometido al debate público. Aun así, en lugar de buscar respuestas técnicas a interrogantes legítimas, el Gobierno ha centrado su búsqueda en los precedentes que le permitan presentar a quienes cuestionan el inicio precipitado del Metro como un grupo de atrasados que siempre se ha opuesto a las grandes expresiones de modernidad y de progreso.
El Gobierno ha hecho referencia a las majestuosas construcciones de la Iglesia Católica, sin que nadie pueda explicar la relación entre ellas y el inicio precipitado de un Metro. También ha hecho referencia a las hermosas Avenidas Jacobo Majluta y la 27 de Febrero cuyos altísimos costos de construcción no se han publicado jamás; y a los millones de personas que todos los años visitan la Torre Eiffel y el Faro a Colón; y a la decisión precipitada de posponer la construcción de la Presa de Madrigal ya diseñada, para emprender sin suficientes estudios ni diseños a Jiguey-Aguacate; y a la rentabilidad económica y social de los Aeropuertos de Arroyo Barril y Barahona; y a los cientos de obras grandes y medianas que fueron abandonadas después de invertir en ellas miles de millones de pesos y dólares; y a las mil obras que se concluyeron después de años de atrasos y la quintuplicación de su presupuesto; a todas aquellas obras costosas que nunca se usaron; y a las presas, carreteras, edificaciones de todos los tamaños que han visto su vida útil recortada porque en un país sin instituciones sólidas el mantenimiento no es negocio.
Bajo el predicamento de que el poder es para usarlo, porque el recurso público no tiene doliente y al poderoso no se le guardan las cuentas, la historia del endeudamiento y las inversiones públicas dominicanas está plagada de grandes errores técnicos que se pudieron evitar y de mucha corrupción que se debió perseguir. Escarbar en esa historia para encontrar precedentes que justifiquen el inicio medalaganario de una obra de la categoría de un Metro es ofender la inteligencia ajena. Presentar unas pocas presas, algunos acueductos, unas cuantas carreteras y los nombres de avenidas con elevados y túneles, como expresiones de un progreso que justifica cualquier cosa es creer que el resto del mundo ha pasado las ultimas cuatro décadas durmiendo la siesta. O que en medio de tanta llevadera impune, la población empobrecida debe agradecer que le dejaran algo.
Se trae el Metro y el endeudamiento a colación para señalar cómo en una sociedad sin fuertes instituciones surgen actividades o líneas politicas que se convierten en verdadera obsesión presidencial y generan un estilo de decisión que no consulta, ni escucha, ni consensa, ni guarda respeto por nada ni por nadie. Y aun cuando esas situaciones no deben darse en una democracia, uno no puede escapar a la tentación de preguntar ¿por que a partir de la muerte de Trujillo y en medio de una tercera revolución tecnológica que reivindica la educaciòn como el eje transversal del desarrollo, la democracia dominicana no ha parido un solo gobernante obsesionado con la construcción de instituciones y un sistema educativo de clase mundial? ¿Por que en el paìs toda obsesión por la modernización termina conspirando contra la educación y la institucionalidad?
El Presidente Balaguer, el moderno hacedor de la democracia y de todo lo habido, se obsesionó con el poder, usó la construcción como justificación y llego a invertir la mitad del presupuesto público.
Pero las instituciones fueron hechas trizas y muy poco de los gastos de inversión se destinaron a la construcción de aulas. De hecho, con la destreza gerencial que adquirió en sus largos años como Secretario de Estado de Educación, el Presidente Balaguer se convirtió en el único gobernante en el mundo que en un periodo de paz y al final del siglo XX logra la hazaña de reducir el gasto público en educación a menos del 1% del PBI.
El Presidente Mejía creyó de manera obsesiva que con el endeudamiento público podría modernizar el país y resolver los problemas de la gente. Como si las deudas no se pagaran. Sin embargo, cuando se estudian las cifras, muy pocos de los recursos provenientes del endeudamiento del gobierno anterior y del que le siguió fueron destinados a la educación. De hecho, con el Segundo Plan Decenal de Educación en sus manos, tal como lo hizo Balaguer en su tiempo, el Presidente Mejía decidió transferir recursos asignados a la educación para financiar proyectos militares destinados a defender la economía dominicana de sus competidores externos. Después de un buen inicio, al dejar el poder en el 2004, la República Dominicana compartía con Haití el gasto público en educación mas bajo de todo el Continente.
El Presidente Fernández es el caso más interesante porque es el ocupante de la silla. Como sus predecesores el Presidente Leonel Fernández entiende que el subsidio estatal a quienes no lo necesitan es una inequidad, pero que esa inequidad es buena para pagar favores de campaña y para fortalecer la gobernabilidad. Pero la obsesión del Presidente no son los subsidios sino la modernización del país. Y esa obsesión lo coloca en un gran dilema. Por un lado, su corazón y sus ingenieros les dicen que la modernización consiste en la construcción de obras de tan alta visibilidad que hagan pensar al que las observa que se encuentra en otro mundo, y por el otro, sus visitas, a Taiwán, Singapur, Corea, Japón, España, Irlanda, y doscientos paìses más, hechas antes o después que el Presidente Mejía, les señalan que las obras de alta visibilidad son las consecuencias y no el inicio del proceso, pues la verdadera modernización sigue comenzando con el desarrollo de instituciones y de sistemas educativos de clase mundial y la construcción de infraestructura básica que den unidad a la nación y apoyen otras grandes iniciativas.
Como cualquier ser humano, el Presidente trató de conjugar el mandato del corazón y de sus ingenieros con el mandato de la razón. Lo cual al principio fue una tarea fácil, porque al principio solo existe el verbo. La tarea se complicó cuando los subsidios, la construcción de obras de alta visibilidad, la construcción de infraestructura básica y el desarrrollo institucional y educativo comenzaron a demandar que el verbo tomara forma y habitara en sus respectivos presupuestos. El Presidente sumó, restó, multiplicó y al dividir descubrió que no tenía recursos para tantas cosas. Pero al revisar sus operaciones se le prendió un bombillo y encontró una solución casi mágica. Al desarrrollo de las instituciones, la educación y la infraestructura básica, que es un mandato de la razón, les dedicaría sus mejores discursos. Y concentraría los recursos, entre otras cosas, en el financiamiento de subsidios y en la construcción de un Metro que transportara a ciudadanos felices por todos los rincones de este nuevo París Tropical.
Habría que pensar que aquella fue una repartición muy difícil. Fue necesario escuchar unos expertos que le explicaron que el subsidio a la electricidad es un disparate que se elimina integrando todo el país al PRA. Y a otros expertos que le señalaron que lejos de requerir subsidio, el Metro de Santo Domingo devolvería a la Tesorería los recursos que ahora se destinan al subsidio del transporte y además resolvería los complejos problemas del sector. Y un tercer grupo de expertos que le afirmaron que la educación dominicana no tiene problemas de atención política y recursos sino de enfoque y gerencia; que con nuevas visiones y una mejor administración, el 2% del PIB es más que suficiente para desarrollar un sistema educativo de clase mundial. Pues según postulan, repetir los enormes sacrificio que hicieran Corea, Taiwan y Singapur; dedicar el 5%, 6%, 7%, 8% del PIB a la educacion como siguen haciendo un grupo de paìses dirigidos por saltapatrás; o preocuparse por profesores, aulas, mobiliario escolar, laboratorios, talleres, textos y materiales, currículo, horario y calendario escolares; hacer esas cosas es retrollevar al país a un estadio de la premodernidad cuando todavía las empresas productoras de TICs no vendían el conocimiento como helado en cajita.
De cualquier manera, el Presidente se ha comprometido a colocar más atención y recursos al desarrrollo de la infraestructura básica, la institucionalidad y la educación. Solo pide que le den el tiempo suficiente para resolver el asunto de la deuda pública, solucionar la cuestión de los subsidios a la energía, construir dos docenas de elevados que ya son urgentes y llevar las líneas del Metro hasta Fantino.
En los años 60 se presentó la tesis del desarrrollo en tres o cuatro décadas. El país pudo asumir el reto y los riesgos de dar el salto, pero el liderazgo no estaba en eso. Ahora se alega que con el acervo de conocimiento disponible después de la cuarta revolución tecnológica una sociedad de ingreso medio que concentre su atención y recursos en la consolidación de su infraestructura básica, de instituciones modernas y de un sistema educativo de clase mundial podría colocarse en una excelente posición en solo 20 años. Y que aquella que no dè un gran salto en solo 20 años podria perder el tren.
Se trata de una tarea imposible para un liderazgo que conoce los problemas y las soluciones pero se asocia al despreocupado pesimismo de América Latina, según el cual los grandes problemas no tienen solución porque sus pueblos no merecen ni las peleas que hay que librar ni los riesgos que hay que asumir para resolverlos. Y quienes piensan lo contrario son calificados de ateo y traidor, azaroso, atrasado, vendido al imperialismo, entrometido, premoderno y enemigo del progreso que va al congreso.
Pero ahora, energizado por el éxito electoral el Presidente Fernández proclama que dedicará sus mejores esfuerzos a materializar su gran sueño de muchacho en Villa Juana, la revolución democrática.
Y aunque se trata de un término que ya resulta ambiguo, el simple hecho que el Presidente se sienta motivado a cambiar el sentido de dirección y de propósito de la sociedad y el Estado dominicanos da lugar a la esperanza. Sobre todo para aquellos que entienden que en el siglo XXI cualquier revolución democrática al interior de una sociedad medianamente democrática tiene que comenzar reivindicando el cumplimiento puro y simple de la ley y apoyando la educación que salva al país. Las acciones serán el discurso.