¿Qué es un plazo razonable?

¿Qué es un plazo razonable?

El sociólogo y escritor estadounidense Alvin Toffler, quien es considerado como un profeta social por sus atrevidas predicciones sobre la sociedad del futuro, se esfuerza por demostrarnos lo inevitable y veloz que resulta el cambio en los tiempos en que vivimos. La constante transformación que experimentamos, fruto de la indomable fuerza dialéctica repercute de manera distorsionada en nuestros países subdesarrollados.

En el afán por incorporarnos a un «modernismo» que no siempre se ajusta a nuestra tradición cultural, nos dejamos seducir por esa pasión de imitar normas y costumbres ajenas. Con censurable ligereza deshacemos de un plumazo todo un andamiaje que ha venido perfeccionándose durante siglos, para adoptar otro cuyas virtudes o defectos están aún por verse. Pero ya que estamos inmersos en esa novedad permanente que nos enseña Toffler, y que ahora nos conduce por los senderos de una nueva legislación, me surge la inquietud de descifrar qué es un «plazo razonable».

Siempre he sabido por las películas de Hollywood y por lo que me han explicado colegas norteamericanos, que en los casos criminales, cuando existe una «duda razonable», esta favorece al inculpado. El caso O.J. Simpson nos demostró que basta con resaltar un hecho susceptible de generar duda en el jurado, y explotarlo hábilmente, para lograr la absolución del procesado, o cuando menos para rebajar sustancialmente la pena. Lo mismo acontece en nuestro sistema en razón de que existe el principio «in dubio pro reo», esto es, la duda favorece al reo.

Ahora bien, si penetramos en el campo de los plazos de procedimiento, sin importar la materia, vamos a chocar con un término ambiguo, inexacto, vago, incapaz de imprimirle precisión al lenguaje jurídico: el llamado «plazo razonable». Hasta donde mis limitados conocimientos alcanzan, los plazos son de horas, días, meses o años. Su cálculo depende de diversos factores que ahora no viene al caso precisar, pero su determinación siempre es posible, ya que el legislador traza una serie de reglas para que las partes envueltas en un proceso judicial tengan conocimiento de cuándo comienza y en qué instante termina.

Más claramente, es preciso que tanto las autoridades encargadas del cumplimiento de la ley como los litigantes conozcan con precisión cuando un acto o una formalidad deben ser cumplidos, así como las consecuencias que produciría su eventual inobservancia. Pero sujetarlos a «un plazo razonable», que depende de la libre discrecionalidad del juez, podría ser fuente generadora de arbitrariedades. Lo que sería razonable para un juez podría no serlo para otro, toda vez que dependerá de la percepción del magistrado.

El Diccionario de la Real Academia Española nos define la palabra «razonable» del siguiente modo: «Arreglado, justo, conforme a la razón. Mediano, regular, bastante en calidad y cantidad». Y si buscamos el significado de razón, veremos diversas acepciones, cuyo empleo resulta inadmisible para una disciplina que requiere aceptable precisión tanto en la forma como en el fondo. Sin embargo, me preocupa la tendencia de nuestra Suprema Corte de Justicia de adoptar precipitadamente todo lo que supone concentración discrecional de facultades en manos de los jueces.

Para arrestar a un delincuente se necesita la orden de captura de un juez; para anular un acto del Poder Reglamentario se precisa una decisión de la SCJ; para invalidar una decisión de la Junta Central Electoral se hace imperativo acudir a la SCJ; para aplicar anticipadamente el nuevo Código Procesal Penal se requiere una orden o resolución de la SCJ; para modificar una ley declarando selectivamente la inconstitucionalidad de los artículos que entienda contrarios a nuestra Carta Sustantiva, también se necesita una sentencia de la SCJ; en fin, hasta para corregir a nuestros hijos será imperativo solicitar un permiso de un juez o de la propia SCJ.

A mi modo de ver las cosas, la adopción del llamado «plazo razonable» constituye otro paso del Poder Judicial en su empeño por acumular poderes discrecionales, sin importar las consecuencias. Esto generará gran incertidumbre entre los justiciables, toda vez que estarán a merced de un subjetivismo impredecible que variará de conformidad con el criterio personal de cada uno de los encargados de impartir justicia. Claro, puede argumentarse que esto se resolvería con una resolución de la SCJ precisando lo que debe entenderse por razonable. Pero entonces volvemos a caer en lo mismo: sustraerle atribuciones al legislador ordinario para conferírselas a la SCJ.

El artículo 150 de la Ley No. 7602 del 2 de julio del 2002, así como el artículo 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos y la propia resolución dictada en días pasados por la SCJ no ofrecen en modo alguno una explicación clara para determinar el llamado «plazo razonable». Más todavía, los criterios contenidos en la página 5 de la repetida resolución para detectar si ha habido violación de dicho plazo son tan variados y confusos que constituyen un verdadero rompecabezas.

Se le hace un flaco servicio a nuestra institucionalidad cuando las autoridades encargadas de velar por el fiel cumplimiento de la ley se apoyan en su propia debilidad para concentrar atribuciones que van más allá de lo justo y razonable.

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