Aunque sé perdida la capacidad de asombro en nuestra sociedad, desde hace ya bastante tiempo, la población asiste cada día a más hechos trágicos y bochornosos para una nación acostumbrada a vivir en sosiego, en otras épocas.
Y no me estoy refiriendo, para evitar interpretaciones falsas o interesadas, que no sitúo ese período de tranquilidad en la famosa Era, porque no la disfruté.
Hasta muy entrados los años 80, los pueblos podían respirar aires descontaminados, formarse ilusiones y disfrutar de emociones.
Los dominicanos transitábamos caminos seguros y, hasta ciertos límites, libres de obstáculos insalvables. Y no lo atribuyo, tampoco, a los esfuerzos de una administración determinada del Estado.
Vivir en el país se ha convertido en un martirio, en una odisea, en un infierno.
Los asaltos callejeros no dan tregua, y parece enrostrarnos a una sociedad sin dolientes, sin protección ni seguridad personal. Los atracadores no respetan hora ni lugar para la comisión de sus fechorías, y se aventuran al ataque de sus víctimas sin importar edad, condición social ni el valor de sus presas.
Cada vez con mayor frecuencia, dominicanos y dominicanas se lanzan a la peligrosa aventura de cruzar el canal de la Mona, en procura de un sueño que no encontrarán en tierras puertorriqueñas.
Los casos de estafas, violencia intrafamiliar y abusos de confianza se tornan más frecuentes.
El enriquecimiento por medios ilícitos supera todas las barreras del decoro, la dignidad y la decencia.
Y en ese mundo que desconcierta, vive un pequeño segmento de la sociedad que sólo piensa en sus castillos de fantasía.