Qué harían ellos en estos tiempos

Qué harían ellos en estos tiempos

POR FRED KAPLAN
NUEVA YORK.-
El 9 de agosto se cumplen 30 años de que Richard M. Nixon renunció como presidente. El momento destaca como un triunfo constitucional, lamentado por casi nadie. Sin embargo, una faceta del mandato de Nixon continúa provocando un asomo de admiración, incluso un toque de nostalgia: su política exterior.

Su arquitecto fue Henry Kissinger, el profesor de Harvard convertido en asesor de seguridad nacional. Kissinger había estudiado la diplomacia del siglo XIX de Metternich y Bismarck, y buscó emular sus principios de realpolitik, la persecución tenaz de los intereses del estado y un «equilibrio de poder», aunada a un desdén deliberado por las cruzadas morales.

Había algo tonificante en verlo en acción. Le gustara o no a uno lo que estaba haciendo, él -la mayor parte del tiempo, sabía cómo actuar en el juego. En medio de la confusión de hoy, este atractivo se amplifica. Muchos epítetos pudieran ser adosados a la política exterior de Nixon y Kissinger, pero «incompetente» no es uno de ellos.

Por ello ¿es tiempo de un ronda de revisionismo? ¿Deberíamos estar explorando su manual en busca de guía sobre cómo hacer frente al mundo de hoy? Sí y no. Si el Kissinger de los años 70 hubiera sido mágicamente transportado a la Casa Blanca en estos últimos tres años, George W. Bush habría manejado sus crisis de manera muy diferente. Kissinger no habría rechazado negociar sobre las armas nucleares de Corea del Norte -como lo ha hecho Bush- sólo porque es gobernado por un dictador detestable. No se habría desvinculado de la disputa palestino-israelí como hizo Bush en sus primeros meses en la presidencia.

¿El Kissinger de los años 70 habría favorecido invadir Irak? Es poco claro. Habría expresado preocupación sobre el impacto de la guerra en la estabilidad regional. Los horrores de la tiranía de Saddam Hussein no le habrían molestado mucho, mucho menos lo habrían impulsado a la batalla. Ciertamente, habría ridiculizado la idea neoconservadora de que derrocar a Saddam desencadenaría algún impulso inherente en favor de la democracia estilo occidental. En su libro de 1994 «Diplomacy» (Diplomacia), Kissinger se burló, calificando de fantasía estadounidense conmovedora pero ingenua, de esta «imagen de un hombre universal que vive según máximas universales, sin importar el pasado, la geografía u otras circunstancias inmutables».

En cualquier caso, es inconcebible que hubiera despreciado a aliados tradicionales, mucho menos que se hubiera jactado de la disputa, como hizo el secretario de Defensa Donald Rumsfeld al preferir a la «nueva Europa» de Bulgaria y Polonia sobre la «vieja Europa» de Alemania y Francia. Las alianzas desempeñan un papel central en cualquier visión de la política de equilibrio de poder, y en las alianzas de Kissinger con Francia y Alemania Occidental eran indispensables.

En «Diplomacy», previó que las alianzas se volverían más importantes con el surgimiento de Estados Unidos como la única superpotencia después del colapso soviético. Durante la Guerra Fría, una amenaza común cimentó las alianzas occidentales. Ahora las naciones van en pos de sus propios intereses y enfrentan su propia percepción de las amenazas. Estados Unidos es la potencia militar más grande, pero no es lo bastante poderoso para imponer su voluntad unilateralmente. La seguridad, por tanto, puede asegurarse mejor, escribió, «estableciendo relaciones cercanas con tantas partes como sea posible, creando sistemas de alianzas superpuestas, y usando la influencia resultante para moderar los reclamos de los contendientes».

Esta es la lección de Nixon y Kissinger que vale la pena aprender: La seguridad nacional depende de una diplomacia activa y astuta. Más allá de eso, su legado tiene sus límites. Su tipo de realpolitik asume que las naciones-estado son las unidades básicas de poder. No ofrece una perspectiva especial para tratar con las potencias sin estado, como Al Qaeda, que son impulsadas menos por intereses tangibles (los cuales podrían ser negociables o autorestringidos) que por una ideología milenaria. Ni proporciona un marco para la planeación, combate o evaluación de este nuevo tipo de conflicto, el cual debe ser en parte una guerra de ideas.

Incluso en su clímax, el enfoque de Nixon y Kissinger tendió a ignorar, o engañar, a las naciones pequeñas así como a las pequeñas entidades dentro de las grandes naciones: grupos étnicos reprimidos, partidos minoritarios o personas en general. Los fríos cálculos que inspiraron los triunfos de Kissinger -disuasión con la Unión Soviética, apertua de relaciones con China, «diplomacia de enlace» en Oriente Medio- también engendraron el bombardeo secreto de Camboya, el apoyo encubierto al golpe militar en Chile, y la luz verde para la invasión indonesia de Timor Oriental.

Si el mundo es visto como una balanza delicadamente equilibrada, la felicidad humana -o el reclamo de un optimista de la autodeterminación- pasa a segundo término cuando se trata de mantener el equilibrio. (El desdén d Kissinger por las potencias pequeñas también lo llevó a subestimar a sus contrapartes nordvietnamitas en las conversaciones de paz de París.) Para mediados de los años 70, Kissinger -como Nixon antes que él- había perdido el favor a lo ancho del espectro de la política estadounidense. La izquierda lo odiaba por Camboya y Chile. La derecha lo odiaba por consentir a los comunistas en Rusia a costa de los derechos humanos.

Las tensiones metieron una cuña en el Partido Republicano, dividiendo a los conservadores, quienes apreciaban la estabilidad, de los neoconservadores (como fueron etiquetados posteriormente), que demandaban hacer retroceder al comunismo y propagar activamente los métodos occidentales. Los neoconservadores ganaron en 1980 con la elección de Ronald Reagan, y después de una pausa en los años 90 reascendieron en el gobierno de George W. Bush. Esta rebelión produjo algunos frutos. Si la pareja Nixon-Kissinger hubiera ocupado la presidencia a mediados de los 80, cuando Mijail Gorbachov empezó a impulsar la reforma en el Kremlin, la inclinación soviética hacia Occidente no habría sido tomada en serio, y se habría perdido la oportunidad de poner fin a la Guerra Fría pacíficamente.

Un estadista que buscara el equilibrio del poder no habría esperado o realmente querido un colapso soviético. Para una estadista de esta escuela, la mayor pesadilla es el cambio catastrófico. Esta podría ser la razón de que George Bush padre pareciera tan extrañamente ambivalente cuando implosionó la Unión Soviética; su primer instinto habría sido preocuparse -en retrospectiva, adecuadamente- por el desorden resultante.

A través de los siglos, la realpolitik ha funcionado mejor cuando el mundo es estable y quienes están a cargo desean mantenerlo de esa manera. Ahora el mundo avanza estruendosamente en cambio continuo. La forma de un nuevo orden no puede ser vagamente detectada. La era de Nixon y Kissinger parece tan remota hoy en día como el Congreso de Viena del siglo XIX debe haber parecido en los años 30. Dejan un legado pertinente concerniente al proceso de la política exterior -especialmente el valor de las alianzas- pero casi nada concerniente a su sustancia.

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