¡Qué japoneses!

¡Qué japoneses!

PEDRO GIL ITURBIDES
El grupo de académicos viajábamos rumbo al consulado de la República Dominicana en Tokio, Japón. En la subterránea estación de Shibuya debíamos cambiar la línea de Tokio. El mar de gente, porque los japoneses son muchos, salió por las puertas de los vagones. Nadie topetaba con nadie en los andenes. Contemplaba arrobado el alud humano que subía y bajaba las escaleras, o caminaba por los corredores, sin estorbarse unos con otros.

Marchábamos hacia la estación de Ropongi, también erigida en el subsuelo, y me entretuve unos instantes.

El doctor Príamo A. Rodríguez y su esposa Ingrid, y el resto de los integrantes de la comisión de la Universidad Tecnológica de Santiago, se detuvieron preocupados. Nuestro cicerone, el doctor Modesto Cruz, conocedor de los japoneses y sus maneras, retornó hasta el lugar en que nos hallábamos.

Es médico, y vino con esa mirada inquisidora, que surge en muchos de éstos cuando contemplan un potencial paciente. ¿Le pasa algo? El guiaba la comitiva cuando me entretuve para contemplar la multitud.

Absorto, olvidé que éramos un grupo. De manera que debí explicarle que admiraba el orden casi perfecto en que se movía la gente. No es que no apareciese algún japonés travieso que traspusiese a otros presurosos viandantes. Pero, ¡eso sí!, en el lado que correspondía a lo que se convertía por ello en meta común. Eran salidas, escaleras automáticas o tradicionales, o pasos hacia otras estaciones, arriba o abajo. Pero cual que fuese el objetivo de cada quien, iban todos agrupados por un lado o por el otro. Un orden casi perfecto distinguía el imparable movimiento de aquella masa humana.

Quienes conocemos la gran estación central de Nueva York hemos contemplado multitudes arremolinadas. Las estaciones del tren de esa ciudad son lugares muy concurridos. En los andenes también se forman las consabidas concentraciones por la entrada y salida de quienes utilizan este medio de transporte. Pero Nueva York concentra gente de todos los lugares, con educación doméstica y sin ella, con disciplina social y sin ella. De manera que los entrecruces de personas vuelven el excúseme una oración interminable, que se musita desde que interrumpimos el paso de alguien.

En Tokio no. Allí, al ver el ordenado gentío dije para mis adentros: ¡Dios mío!, ¿cómo logran esto? Nadie los guía. Salvo algunos letreros que indican la ubicación de mingitorios y otros servicios públicos, o quioscos de venta, no hay nada que revele que algo los conduce. Es la cultura, me dije. Disciplina, perseverancia, estudio, trabajo, distinguen una raza que hace casi dos siglos decidió volverse un pueblo triunfador. Las derrotas en las dos guerras mundiales del siglo XX, fueron acicate. De los destrozos de ambas conflagraciones, y más que nada de la última, se levantaron para ganar la batalla del comercio mundial. Y el primer campeonato mundial de pelota.

Pero se levantaron de ambos conflictos bélicos, sobre todo, para dar una lección de perseverancia, de disciplina personal y social, de interés por el ascenso de la Nación. Se levantaron para dar una lección de progreso. Por eso han ganado este campeonato de pelota, ellos, expertos en diversas formas de artes marciales y en sumo, pero hasta hace poco desconocedores de este juego del Nuevo Mundo. Porque aquello que acometen, lo abordan tras un minucioso y comprometido análisis de sus componentes o elementos sustanciales.

Durante la visita que hiciéramos a la Universidad Médica de Oita, dos grupos de académicos sosteníamos una conversación sobre temas propios de los estudios universitarios. El doctor Cruz traducía para unos y otros, en tanto degustábamos té verde al estilo tradicional japonés y un dulce de batata traslúcida y nuez de la isla Kiu-Shiu, al suroccidente del archipiélago. Al término del intercambio académico, uno de los anfitriones preguntó si conocíamos a Samuel Sosa. ¿Sammy?, preguntó mi Rector. El doctor Rodríguez es miembro del consejo de administración de las Aguilas Cibaeñas, de manera que aquella pregunta desvió radicalmente cuanto se abordaba. A sus anchas, Príamo habló de éste y otros peloteros. Pero, ¿cuáles eran las preguntas? Las interrogantes, que lucían destinadas a satisfacer una simple curiosidad, revelaban el espíritu de ese pueblo. Eran

cuestiones de fondo, destinadas a conocer estilos de bateo y lanzamientos, formas de colocación en el plato, maneras de correr.

Cuando hace poco ganaron el campeonato mundial en San Diego, California, recordé esta visita a la ciudad de Oita. ¿Desde cuándo están copiándonos estos japoneses? ¿Cuántos de ellos han filmado por horas interminables, como si el tiempo no pasase, el modo de actuar de grandes peloteros? ¿Cómo han estudiado estas formas, y las han transmitido a aquellos de los suyos a los que han sumergido con pasión en la pelota del Nuevo Mundo?

Fijémonos nosotros en ellos, pues, porque son pueblos que no tienen pobres, como les he dicho otras veces.

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