¡Qué pena!

¡Qué pena!

El jesuita Baltasar Gracián, escritor de carácter moralista crítico, catalán del siglo diecisiete, nos dejó en 1646 una obra que deberían consultar a menudo los políticos: “El Discreto”. Sus ideas acerca de los hombres y su papel en el “teatro del mundo” mezclan un cierto optimismo renacentista con la presencia de una amargura que se afana en conocer al humano por dentro.

   Allí escribió: “Desaire común es de afortunado tener muy felices las entradas y muy trágicas las salidas”.

Shakespeare presentó la misma convicción en su Enrique IV, cuando dice por labios del príncipe que: “Es el fin el que juzga al hombre” (Act. II).

 Aquella arrancada brillante en la cual los dos poderosos líderes políticos nacionales, Balaguer y Bosch, levantaron las manos unidas al joven candidato presidencial Leonel Fernández, creó en un principio cierta expectación que se fue diluyendo ante la acción brillante del joven y talentoso nuevo presidente, Leonel  Fernández.

 Parecía que la República Dominicana penetraba en un período insoñado de cambios positivos. El joven mandatario era carismático, convincente, culto… parecía estar cargado de buenas intenciones y de fuerza para llevarlas a la realidad. Parecía el presidente que siempre nos había hecho falta.

 Pero…

El poder es terrible, es como un monumental virus que ataca no sólo a los ricos de cuna, dueños de apellidos y trayectorias familiares ilustres y respetadas, sino también a los pobres y oprimidos vecinos de barrios marginales, que comparten un plato de comida y saben ser solidarios en el dolor de las carencias esenciales.

¡Cuánto había soñado yo con un mandatario que conociera la pobreza extrema, pero limpia, que la hubiese vivido y sufrido! Nuestros mandatarios siempre fueron personas de recursos, como ganaderos, terratenientes, gente importante amparada en un rostro adusto y un respetado (no respetable) bigote. No por ello menos torpes o sinvergüenzas.  Repartidores de bienes estatales (del pueblo) de acuerdo a sus conveniencias malvadas.

    Llegó Leonel Fernández.

    Nadie mejor.

     ¡Qué frescor!

Pero empezaron sus viajes en forma desorbitada, y los empeños en alcanzar una estatura mundial a fuerza de inventar globalizaciones presididas por él… inconvincentemente patrocinadas por entidades locales y extranjeras. Se afirma que mediante la fuerza local tremenda de un Presidente de la República.

Así expuso soluciones a los problemas del Medio Oriente como jefe de una “Fundación Global” que en su buena intención tiene la solución de todo,  superando las incapacidades y miopías de quienes han estudiado largamente la forma de encontrar un entendimiento entre enredijos “religiosos” entre judíos y  musulmanes.

 ¿Porqué no respetar a Cristo, a  Alá, a Mahoma, a Buda? Si estamos de acuerdo en que hay un solo Dios ¿Qué importan los nombres que le demos a sus manifestaciones y las formas diversas en que expresemos nuestros respetos y propósitos de obediencia?

La comprensión de una unidad primaria, que vuela alto sobre las ambiciones humanas de poderío y riquezas, no es soluble desde fuera, ni con argumentaciones ni con bombas horrorosas. Viene desde dentro. ¿Y cómo se puede influir, desde fuera, con elaborados discursos de cercano o lejano origen, en  la aceptación de diferencias milenarias?

Pienso que Leonel perdió la oportunidad de pasar a la historia como un transformador excepcional, que otorgara verdadero poder independiente a la Justicia, que la tornase capaz de castigar la alta corrupción administrativa del Estado.

   ¡Qué pena!

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