Que pierda la impunidad

Que pierda la impunidad

CARMEN IMBERT BRUGAL
Dicen que ahora es distinto. Como la carcoma no invade la madera ni los ratones hacen trizas los expedientes, las negociaciones son más sofisticadas y seguras. No se habla de papeletas esparcidas por los rincones de Palacios Judiciales, de picarescos obsequios o creativas maniobras, como aquella piña ahuecada, contentiva del soborno.

Dicen que las transacciones son globalizadas, en moneda extranjera y con condiciones tan estrafalarias como el monto entregado. La creación del Consejo Nacional de la Magistratura, permitió el inicio de la transformación requerida por el poder judicial. Ha sido una tarea ardua, tortuosa, lenta. La capacitación del personal, la modernización de la infraestructura, es evidente, sin embargo, perviven lacras, imposibles de erradicar con talleres, conferencias, doctorados o con tecnología. Hoy, como ayer, existen jueces y fiscales que prefieren una carrera digna o una retirada honrosa, pero de igual modo, prevalecen los mercaderes, con credenciales óptimas y con licencia para delinquir.

Imputados por el rumor público, permanecen en sus despachos, indemnes, tal vez esperando, como pena máxima, la amonestación complaciente y discreta. Tranquilitos y envalentonados, saben que el desprestigio será fugaz y cuentan con el patrimonio espurio, creado gracias al atrevimiento de aguerridos e indiscretos imputados.

Con la historia de desistimientos, abrazos, convenios, despreciando instancias judiciales y prescripciones legales. El recuento de injerencias, afrentas, dudas, debilidades, con el legendario exhibicionismo de poder, el histrionismo intimidatorio, que hacía tremolar estrados y temer por la integridad física y moral de jueces, fiscales, abogados. Con el brevario de extorsión, ineficiencia y miedo, es admirable la intención de crear y persistir en la gestación de una judicatura distinta. Con el inventario de persecuciones, intromisiones grotescas en la intimidad, chantaje, proliferación de correveidiles, esparciendo cieno por doquier, la gallardía e independencia de las instancias destinadas a investigar, perseguir y juzgar, puede ser quimera.

Existe un prontuario de andanzas por los pasillos oficiales, entra y sale de despachos, buscando avalar principalías onerosas, cobrando infamias para merecer el derecho a deshonrar, a redactar, desvirtuar o desconocer los fallos judiciales. Hay precedentes de contubernios con el uniforme corrompido y culpable, con funcionariados codiciosos, prestos a emitir dictámenes extra judiciales para ratificar un poder inventado, ejercido para provecho propio y acrecentar heredades.

La institucionalidad poco importa, se usa para el discurso agorero, para repartir temores y aumentar las huestes de cobardías, tan útiles cuando la sinrazón es la causa. Algo debe cambiar, pero esta vez, contrariando al personaje de Lampedusa, para que no siga siendo lo mismo.

En parques y colmados, clubes y oficinas, apuestan a la lenidad y aseguran que ninguna decisión judicial satisfará el decurso del debido proceso. Aseguran que de nada sirven las pruebas, el trabajo de los profesionales del Derecho, el tesón de las autoridades, decididas a reclamar en los tribunales aquello que los impunes legendarios desean transar en los cenáculos de la vergüenza y los privilegios.

La adición a la ilegalidad y al cohecho, es añeja. Es difícil creer en un poder judicial independiente, valiente, insobornable, empero, es deplorable apostar a la perennidad de la prevaricación y el susto. Existe una generación diferente que mientras se traficaba con la vida, el honor y el patrimonio de sus connacionales, aún no había nacido. Mejor es pensar en el síndrome de abstinencia y asumir como recaídas, los desmanes y titubeos que cuenta el rumor.

Al adicto en recuperación le recomiendan alejarse del entorno que le permitió el desarrollo de la enfermedad, le sugieren cambiar de amigos, frecuentar otros lugares, modificar la manera de relacionarse con los demás, rechazar tentaciones, para evitar recaídas. Esa delicada fase, afecta el poder judicial nuestro y, como intenta superarla, sufre los dramáticos efectos de la desintoxicación que incluye, alucinaciones, ansiedad, temblores, sudoración excesiva, insomnio, escalofríos, hipotermia, delirio de persecución, propalación de fábulas…

Superar el síndrome se considera una victoria. La sociedad dominicana no tiene el hábito del triunfo. Jonrones y blanqueadas, travesías a nado o Grammy, son detalles. El triunfo será la institucionalidad, la vigencia de la ley. Hace tiempo acecha, pero es deseo irrealizable. El presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Subero Isa, lo sabe y ha dicho:

«Aspiramos a un Poder Judicial que se yerga inmarcesible sobre la conciencia nacional; inexpugnable a la corrupción, el favoritismo, la dependencia, subordinación o sumisión.»

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