Qué se dice

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El remedio y la enfermedad
Confesaba ayer el director de la Autoridad Metropolitana del Transporte (AMET), el mayor general José Sigfrido Fernández Fadul, que es contrario a que los agentes de AMET retengan la licencia de conducir a los conductores, pero que esa es la única manera de que estos acudan a los tribunales a pagar las multas que se les imponen.

Así, tan tranquilamente, reconoce el director de AMET la consuetudinaria violación a la ley en que incurren sus agentes, a la que los conductores deben resignarse –¿qué otra cosa pueden hacer?– a las buenas o a las malas. El portavoz de AMET comentaba el otro día, a propósito de las posibles alternativas al ilegal despojo del documento, que lo ideal sería, una vez se haya computarizado el sistema de imposición y control de las multas, que el registro de los incumplidores sea remitido a las oficinas de Migración en los distintos aeropuertos, para impedir que estos abandonen el país dejando «en el aire» esa deuda.

Puestas las cosas de esa manera, uno no sabe qué es peor: si escuchar al jefe de AMET justificar el ilegal atropello con la excusa de salvaguardar el principio de autoridad, o que se nos proponga que la alternativa a ese atropello sea impedirle al ciudadano salir del país por no haber pagado una miserable multa de tránsito de 250 pesos.

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La queja de una madre

Una asidua lectora de esta columna quiere utilizar este espacio, que con gusto concedemos, para hacer llegar una sentida queja a la secretaria de Educación, doña Alejandrina Germán: «Sería conveniente que algún funcionario de la secretaría de Educación se dé una vueltecita por algunas escuelas, sobre todo en horas de la tarde, para que compruebe lo poco que cumplen con sus responsabilidades muchos profesores que llegan tarde a su trabajo o simplemente no llegan, dejando a los estudiantes, especialmente a los más pequeños, haciendo lo que les venga en ganas, muchas veces ocasionándose heridas y golpes entre ellos por falta de una adecuada supervisión.

Es el caso de la escuela Ulises Domínguez, del sector La Agustina, donde los maestros dejan de ir cuando les parece, lo que ocasiona problemas a las madres que llevan allí a sus niños pequeños ignorando que, muchas veces, estos se pasan la tarde solos porque sus profesores no les dio la gana de ir ese día pero nadie ofrece una explicación por esas ausencias.»

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¿Otra tragedia anunciada?

Cumplido el primer fin de semana de restricción en la venta de combustibles, que a pesar de todos los avisos y advertencias agarró a miles de ciudadanos fuera de base, sucedió lo que todo el mundo sabía que sucedería: la instalación de puestos informales y clandestinos de combustibles, destinados a satisfacer las necesidades de los olvidadizos, descuidados o de los que, por indolencia o irresponsabilidad, simplemente se resisten a cumplir las nuevas reglas del juego.

Ese mercado informal, como ya han advertido varios especialistas, entraña graves riesgos para la seguridad de quienes lo operan así como para sus eventuales «clientes», como lo entraña también el que los ciudadanos almacenen combustibles, en condiciones inadecuadas, en sus casas o negocios. Ojalá que nuestras autoridades no esperen, como ocurre casi siempre, a que se produzca la desgracia que anuncia la existencia de ese mercado informal para actuar con la firmeza y responsabilidad que imponen las circunstancias. ¿O estamos pidiendo demasiado?

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