El regreso.- Pasar de unas placenteras vacaciones en España a la rutina de compartir día a día mis ideas con ustedes entraña un largo y doloroso proceso de adaptación que empieza, necesariamente, con el suplicio de soportar ocho horas continuas dentro de un avión que cruza a más de 900 kilómetros por hora el anchuroso océano Atlántico, hasta que el estruendo de los aplausos te recuerda que, ¡por fin!, has llegado a tu destino, a este fallido paraíso tropical, pero también que te haz librado de la fatalidad que siempre acecha en los abismos de los cielos, un milagro que los dominicanos, sobrevivientes por antonomasia, celebramos sin complejos.
Ese proceso de adaptación también implica sentarme a repasar los periódicos de las últimas semanas, bien sea para recordar que la sociedad dominicana sigue patinando en sus eternos problemas sin resolver, como para enterarme de las más interesantes novedades ocurridas durante mi ausencia, entre las que destacan la balaguerada que llevó a Celso Marranzini a la CDEEE y sacó del escenario público al ingeniero Radhamés Segura, la imprudencia homicida de otro chofer del transporte público que esta vez se cobró la vida de siete personas en la carretera Santo Domingo-Samaná, el diputado que desde hace dos años no acude a trabajar al Congreso pero que sin embargo ha sacado tiempo para montar un zoológico de cuya existencia las autoridades se enteraron por los periódicos , o de la extraña y singular conducta del secretario de Medio Ambiente, quien dispuso derribar 10 grandes pinos de uno de nuestros más importantes parques nacionales para que pudiera aterrizar sin contratiempos su poco ecológico helicóptero. Así es nuestro país y parece que así seguirá siendo por un buen tiempo todavía, pero que nadie espere que comprobar una verdad tan sabida me obligará a refugiarme en la resignación o en el tonto consuelo de reconocerme privilegiado ciudadano de uno de los países más felices de la bolita del mundo.