Qué se dice

Qué se dice

Lo menos que puede decirse, ante la insólita decisión del gobierno de venderle a una empresa canadiense las ganancias futuras de la explotación de la mina de oro de la Rosario, es que se trata de un acto de suprema desesperación, pues solo eso puede explicar que nuestras autoridades financieras, en sus esfuerzos por conseguir los recursos que permitan tapar un agujero financiero que no cesa de crecer (los entendidos lo llaman déficit cuasi fiscal), hayan tenido que tocar esa puerta para proponer semejante «negocio». La empresa Unigold, lógicamente, se ha mostrado interesada en una propuesta tan tentadora, y por eso ya inició conversaciones con algunos bancos que aportarían el financiamiento necesario. Si la oferta hecha a los canadienses finalmente cristaliza, como esperan las autoridades, el país recibiría de inmediato -antes de que termine el año- un primer pago por 21 millones 362 mil dólares, que si bien no resuelven todas las urgencias del Gobierno por lo menos le permiten un buen respiro, hasta tanto a sus estrategas se les ocurra otra idea genial. Suerte que a los americanos, por razones de geopolítica, ya no les interesa la hermosa bahía de Samaná.

[b]Riesgo calculado[/b]

Era un riesgo calculado, del que debían estar conscientes los distinguidos integrantes de la llamada Comisión de Seguimiento, con monseñor Agripino Núñez Collado a la cabeza, desde el momento mismo que aceptaron ser parte de ese organismo. Y es que a pesar de las buenas intenciones de sus promotores, o de la solvencia moral y el prestigio de quienes decidieron sumarse a ese esfuerzo conciliador, la realidad es que esa comisión, parida por el inacabable Diálogo Nacional, es una intrusa en nuestro ordenamiento institucional. Las declaraciones del doctor Luis Arias, presidente del pleno de la JCE, advirtiendo que no aceptará presiones y que ningún organismo externo suplantará al tribunal electoral, simplemente viene a recordárnoslo de la peor manera posible.

[b]Anécdotas municipales[/b]

La ocurrencia habrá que inscribirla en el anecdotario del inefable síndico de Santo Domingo Oeste, Francisco Peña, quien todavía conserva la capacidad de sorprendernos. Pero más sorprendido está Roberto Salcedo, quien asegura que buena parte de los vendedores del mercado de las pulgas que Peña ordenó desalojar de mala manera el pasado domingo, alegando que provocan graves trastornos a la vida y el comercio de «su» municipio, es gente de su propia jurisdicción, así como del resto de las nuevas demarcaciones surgidas de la división territorial de la Capital. Y eso es lo que irrita, precisamente, al síndico del Distrito Nacional, quien se pregunta porqué, si esos vendedores vienen desde los cuatro puntos cardinales de la provincia Santo Domingo (sin contar a los haitianos, que están en todas partes), tiene que ser el viejo y menguado Distrito Nacional, o mejor dicho sus impotentes munícipes, quienes tengan que pagar las consecuencias del gigantesco desorden que se instala, todos los domingos, en la intersección de las avenidas Luperón e Independencia.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas