Para entender lo que está ocurriendo con el cementerio improvisado en Los Alcarrizos hay que empezar por el principio, cuando el ayuntamiento del Distrito Nacional prohibió que enterraran sus muertos en el Cristo Redentor, que de ahí en adelante se convirtieron en “muertos ajenos”, pues los ayuntamientos de los municipios vecinos imitaron la decisión. Su alcalde Junior Santos, quien afirma que desde el año 2002, cuando la división de la Capital dejó a Los Alcarrizos sin cementerio, ha encaminado infructuosas diligencias para conseguir terrenos para uno propio, cuenta que la alcaldía ha tenido que enviar cadáveres a pueblos del interior donde los difuntos tienen familias y cementerios que los acojan. Pero los que no tienen esa suerte, o no cuentan con los recursos para pagar un cementerio privado, ¿dónde los iban a enterrar? Fue lo que ocurrió con el cadáver de Lourdes María Hernández, de 82 años, cuyos familiares tuvieron que visitar ocho cementerios, en un viacrucis que se prolongó durante dos días, y en todos les dieron la misma respuesta: llévense su muerto para otra parte. Fue así como dedidieron, empujados por la desesperación y los evidentes signos de descomposición del cadáver, enterrarla en unos terrenos privados. Ese primer entierro recibió amplia cobertura mediática, al igual que los tres siguientes, pero de manera sorprendente ninguna autoridad se dio por enterada. Solo 33 muertos después apareció esa autoridad, la Procuradora Fiscal de Santo Domingo Oeste, advirtiendo sobre el peligro, ya que las sepulturas no están avaladas por Salud Pública. La advertencia, desde luego, llegó demasiado tarde, honrando la nefasta costumbre criolla de permitir que los problemas crezcan hasta volverse tan grandes que no hay manera de resolverlos. Y puedo ofrecerles una lista de ejemplos tan larga como nuestras calamidades tercermundistas, pero con el que acaban de leer basta y sobra.