La Policía Científica recolectó más de 30 casquillos de bala en el parqueo del negocio de comida rápida, en el corazón rutilante del Polígono Central, donde la madrugada del jueves una balacera entre dominicanos y venezolanos dejó un muerto y tres heridos. Hasta el momento se desconocen las razones que provocaron la discusión entre los dos grupos, que nunca se habían visto las caras antes de coincidir en el establecimiento a las 5:30 de la mañana, pero puede apostarse peso a morisqueta que fue por una pendejada que un par de tragos en la cabeza y un arma de fuego convirtieron en una irreparable tragedia. Y es eso, precisamente, lo que aterra, sobre todo cuando se piensa en las potenciales víctimas colaterales que nada tienen que ver con esas refriegas a tiro limpio pero estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, que en este caso fueron un supervisor del negocio que resultó herido (el coronel Frank Félix Durán, vocero de la Policía, contó que uno de los involucrados en el tiroteo entró disparando como un loco al establecimiento), al igual que una joven que se encontraba allí desayunando. Cuando pasan estas cosas es obligatorio preguntarse porqué ocurren, y más que nada porqué estamos viviendo en el salvaje oeste dominicano, donde tanta gente tiene un arma de fuego que no duda en utilizarla sin importarle las consecuencias. Pero antes de que sepamos la respuesta, y podamos hacer algo para evitar que vuelvan a repetirse en el Polígono Central o en Gualey (para una bala todos somos iguales), nos habremos olvidado ya de la necesidad de averiguar porqué nos estamos matando los unos a los otros. Como si fuera más importante saber quién ganará el pleito de perros y gatos de los peledeístas, o porqué cuando María está lavando se le acaba siempre el jabón.