¿Reforma para qué? Hace tiempo que se proclama como una verdad sociológica, pero casi a diario, con solo abrir los periódicos, se nos presenta la oportunidad de comprobarlo por nosotros mismos: los dominicanos sufrimos de una resistencia casi patológica a cumplir la ley, incluidos desde luego quienes gobiernan, que con más frecuencia de lo deseable son los primeros en poner el mal ejemplo.
Esa propensión de gobernantes y gobernados a saltarse las reglas desde que se presenta la oportunidad o así lo dispone la conveniencia no solamente es el origen de muchos de los males que nos aquejan como sociedad, el más señalado de todos nuestra endémica pobreza institucional, si no que ha llevado también a muchos sectores –desde choferes del concho hasta banqueros– a creer que pueden hacer lo que se les antoje, contando siempre con la complicidad o la manifiesta debilidad de los llamados a poner el orden y hacer respetar la ley.
Por eso vemos al secretario de Industria y Comercio, Monchy Fadul, gastar pólvora en garzas en sus inútiles esfuerzos por obligar al comercio y la industria a producir rebajas en los artículos de primera necesidad, que se mantienen por las nubes no obstante los descensos experimentados por los precios de las principales materias primas. ¿Tiene autoridad ese funcionario para exigir esas rebajas cuando él mismo interpreta a su antojo la Ley de Hidrocarburos, convirtiéndola en una burla al sentido común de los contribuyentes?
Es en medio de ese panorama que se escucha al senador Francisco Domínguez Brito preguntarse, con tono de desaliento, de qué vale hacer una reforma constitucional en un país donde las leyes no se cumplen, o se aplican por pedacitos y poco a poco. Lo que el legislador santiaguero ha querido decirnos, por si todavía no se han dado por enterados, es que la reforma que se cocina a fuego lento en el Congreso no será la que va a curarnos de un mal tan arraigado que ya es parte de nuestra idiosincrasia.