Si algún medio de comunicación se acuerda de su existencia es porque un huracán nos amenaza, como el caso de Irma, pero solo para mostrarnos, en toda su violenta crudeza, la indolencia de un Estado que ha convertido a sus víctimas en damnificados perpetuos. Desde el paso del huracán David, en 1979, cientos de familias malviven en condiciones deplorables 38 años después de que funcionarios del entonces gobierno del presidente Antonio Guzmán, que en paz descanse, les garantizaron que solo estarían unos meses alojados en los barracones construidos a la carrera (a los últimos en llegar solo les dieron las tablitas para que los construyeran ellos mismos) para albergar su desamparo en Canta la Rana, en Los Alcarrizos. De la promesa inicial de que recibirían viviendas dignas que pronto los harían olvidar los desvencijados ranchitos que tenían en La Ciénaga y Guachupita, de donde los sacaron a la fuerza, solo queda el doloroso recuerdo, y por supuesto también el resentimiento de los que han sido olvidados y abandonados. Otros, que no tuvieron la suerte de que les ofrecieran barracones “mientras tanto”, como los cientos de familias que se refugiaron bajo las deterioradas estructuras de “Los Pabellones” del sanatorio que alojaría a enfermos de tuberculosis en el sector Los Cocos, en Pedro Brand, conjugan la miseria más espantosa con el hacinamiento, haciendo sus necesidades en fundas plásticas, como los mostró un reportaje que publicó ayer el periódico El Día. Y no son los únicos, pues cada huracán que nos ha visitado, desde San Zenón hasta Irma, ha dejado –y dejará– su herencia de damnificados perpetuos. Por eso tampoco serán los últimos en un país donde, cada temporada ciclónica, tenemos la oportunidad de comprobar que la indolencia puede ser una política pública con desastrosas consecuencias cuando así se lo proponen los indolentes políticos que nos gobiernan.