QUE SE DICE
Más de lo mismo

QUE SE DICE<BR>Más de lo mismo

Mientras los principales periódicos ofrecían ayer, en sus primeras planas, testimonios dando cuenta de la estrecha complicidad entre policías y delincuentes en Azua, en los que se cita a un teniente y un sargento de la Policía Nacional como «facilitadores» -a cambio, desde luego, de un jugoso peaje- de sus actividades delictivas, en Andrés, Boca Chica, se dio cuenta de la muerte de un anciano, durante un enfrentamiento a tiros entre dos bandas que se disputaban el control de un punto de drogas.

Vecinos del barrio, donde -según cuentan- son frecuentes esas balaceras, explicaron a los periodistas que la refriega la inició un sargento de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD), a quien acusan de ser el cabecilla de una de las bandas que los mantiene en zozobra. El vicealmirante Iván Peña Castillo, quien ha prometido realizar una depuración en las filas de la DNCD, sabe ya por dónde empezar la necesaria limpieza.

Un duro golpe

Las autoridades acaban de asestar un duro golpe a la lucrativa industria -porque de eso se trata- de los viajes ilegales, con el desmantelamiento, por parte de la Marina de Guerra, de varias fábricas clandestinas donde se construían las embarcaciones utilizadas para el trasiego de viajeros hacia la isla de Puerto Rico. Miembros del M-2, la división de inteligencia de la Marina de Guerra, venían dando seguimiento a informes que daban cuenta de la existencia de esas fábricas en comunidades de San Pedro de Macorís, La Romana, Higuey, Miches, Sabana de la Mar y Nagua, hasta que finalmente dieron con ellas, las cerraron y destruyeron, en el mismo lugar de los hechos, las embarcaciones. El operativo de la Marina de Guerra simplemente demuestra que es posible luchar, con relativa eficacia, contra ese ilícito tráfico, siempre y cuando -desde luego- exista la voluntad política de combatir el mal desde sus raíces.

Adulterados

Un lector de esta columna se queja, con visible indignación, de que todavía se permita la práctica de adulterar los combustibles -sobre todo las gasolinas- que se expenden en las estaciones, sin que las autoridades «competentes» hagan nada por impedirlo y sin que el desprevenido conductor, que no tiene forma de comprobar que recibe exactamente lo que paga, pueda hacer nada para evitarlo. Y se lamenta, con justificada razón, de que la denuncia formulada hace algunos meses, tras la cual se llegó -incluso- a sorprender a varias estaciones vendiendo gasolina mezclada con otras sustancias, se extinguiera sin que se produjese una sola sanción, ni se identificara -por su santo y su seña- a los negocios que incurrían en esa práctica, para por lo menos saber dónde ir y donde no ir a echar combustibles. «Lo peor de todo -dice el quejoso- es que yo compro gasolina en una de las «bombas» más viejas y prestigiosas de la Capital. ¿Cómo saber quién me engaña y quién no me engaña?» He ahí, querido lector, el triste dilema al que se enfrentan los indefensos consumidores de un país sin dolientes.

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