¿Qué valor tenía el afiche?

¿Qué valor tenía el afiche?

La muerte de dos miembros de partidos diferentes, enfrentados por la colocación de un cartel en casa de uno de ellos, muestra que aún recorremos trechos de extrema incivilidad. Porque, ¿qué ganaba el uno poniéndolo en casa del otro, que sin duda le mostró su rechazo a ello?

Y peor aún, ¿por qué colocar un cartel promocional aún cuando hubiere sido de algún bien de consumo en la pared de una vivienda? Ese pedazo de papel impreso vale alrededor de cincuenta pesos, pero desde el viernes sumió en el dolor y el luto a dos familias que tardarán en superar esos sentimientos.

Ninguno de nosotros está libre de sufrir estos ataques. Pero esta sociedad debió dejar atrás estas maneras que tienen su origen en nuestras ganas de molestar al prójimo. No existen otras causas, y no es necesario que las busquemos más allá de esa tara que una parte de nuestra población ha tardado en superar.

Esta tendencia la contemplamos no solamente en las lides partidistas. Asoma en la cotidianidad de la existencia, y se ofrece con todas sus excrecencias en la música que reproducimos a todo volumen o en la basura que colocamos en el lindero del vecino. Pero en el diario quehacer del dominicano cobra muchos otros aspectos, todos dirigidos a generar insatisfacciones en el vecino.

La política nos ofrece la excusa perfecta. A través de ella aflora legitimada esta perversa manifestación del primitivismo, y permite que con ella demos visos fidelidad de adhesión extrema a la bandería abrazada. Se hace patente en caravanas de a pie y de vehículos, cuando alcanzamos a ver alguien con gorras de partido contrario. Entonces o ellos a nosotros o viceversa, nos dedicamos insultos innecesarios, dirigidos a quienes se suponen nuestros cabezas.

¡Cuán enormemente mostramos la orfandad de nuestra imaginación! Pero o el vecindario o la multitud nos impide contemplar la pequeñez o la estupidez de nuestro arrebato. El aplauso de los que nos acompañan, sirve de acicate.

Y nos enardecemos hasta tocar la sensibilidad de quien no está para estos juegos, que responde con intensidad homicida.

Parte de un trabajo que no hemos hecho como sociedad debía concentrarse en estas muestras de un instinto indoblegado de la naturaleza humana. Labor ésta debió confiarse primero a la educación doméstica, pero la familia todavía se asienta sobre frágiles basamentas entre los dominicanos. Por tanto, debió tener el reforzamiento de aquellos a quienes el conglomerado confió servirnos de guías. Que lamentablemente, se encuentran muy ocupados procurándose lo suyo.

Y en esta otra pequeñez, en la escasa visión que nos anima y define respecto de la obra política, se encuentran las causas primeras de estas bárbaras conductas.

¿De qué vale la firma de un acuerdo destinado a promover la concordia en tiempos de campaña proselitista con miras a las elecciones, si no cejan quienes a insultos y expresiones denigrantes pretenden definir su obra de gobierno? Me dicen que en el escenario de la Feria del Libro, se ha puesto a circular un libro que pretende ser autobiográfico de alguien sin nombre, y que lleno de injurias intenta manchar a uno de los candidatos. Después de ello, ¿qué puede pedírsele a los militantes de los partidos?

Sin duda que cuanto hicieron Samuel Valdez y Pablo Mesa: matarse entre sí, para expresar la absoluta adhesión a sus partidos, y la extrema fidelidad a sus guías partidistas. Y todo por un cartel propagandístico cuyo valor intrínseco o nominal fue infinitamente inferior a sus existencias.

Pero en lo que pudiera parecer un hecho aislado se esconde mucho de lo que somos, y que, definitivamente, tenemos que superar. Pero no lo trascenderemos mientras nuestras manos rubriquen acuerdos de entendimiento y nuestras bocas pronuncien dicterios contra nuestros adversarios.

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