ALTAGRACIA ORTIZ GÓMEZ
Darío Antonio Peña Suriel, el joven que murió luego de que la sociedad le negara el derecho a un trasplante de médula, es sólo el símbolo de un país en el que vivir es casi un milagro. Si hace dos años él hubiera tenido RD$1.0 millón que requería la intervención, no hubiera muerto con el deseo de vivir y ser útil a su patria. Peña Suriel, el muchacho de Tireo, Constanza, se había convertido en un símbolo de optimismo, amor a la vida y deseo de superación, pero al mismo tiempo, su muerte constituye una vergüenza para una sociedad que derrocha millones de pesos y dólares en lujosos vehículos, pomposas fiestas y estilos de vida como los que viven los millonarios del primer mundo.
Ese joven de amplia sonrisa y que tuvo tiempo de pensar en los demás en medio de su estado moribundo, se fue de este mundo, dejando en el más absoluto cuestionamiento un sistema de salud injusto, deshumanizado, despiadado y que prioriza al que tiene dinero.
Lo único que pido es que un millón de dominicanos aporte un peso para que yo pueda hacerme un trasplante, yo les aseguro que no los voy a defraudar, había dicho Peña Suriel a periodistas de HOY; pero ya era tarde, había resistido el embate de tres sesiones de quimioterapia y su cuerpo no resistiría más.
Tocó las puertas de varias instituciones del Estado, pero los papeles del joven se quedaron archivados en esas oficinas; total, era un caso de tantos que van a las oficinas del Estado a mendigar que se les permita seguir viviendo.
Sin embargo, Dario Antonio Peña Suriel, que tenía 22 años cuando se le diagnosticó la leucemia linfoblástica que padecía, era un chico especial; tenía su personalidad una especie de angel que robaba el corazón de la gente. En el hospital Félix María Goico todos se desvivían por él, todos lo amaban y lo cuidaban.
Ese chico era especial; sus médicos, los doctores Doralisa Ramírez, Juan Sánchez y Saida Núñez, se habían prometido no dejar el caso, por falta de sus cuidados no moriría Peña Suriel, pero la adversidad que produce la carencia de dinero, se lo arrebató de las manos.
Darío era miembro de una familia campesina envidiable, su padre de crianza entregó la vida a la educación de ese muchacho y entregó su vida a la crianza de ese joven. Tiene un salario de RD$12.000 como maestro, da clase para dos tandas.
Se me hará difícil olvidar el rostro amoroso, cansado, triste e ingenuo de Yohayra, la hermanita de crianza de Darío, ella nunca se despegó de la cama de su hermano Dari. Ella no alcanzaba a entender los niveles de desigualdad e inequidad a que esta sociedad somete a sus ciudadanos.
Ojalá que la muerte a destiempo de un joven que era productivo, laboraba para la empresa Triple AAA y que estudiaba en la universidad del Estado, sirva para remover la conciencia, si es que eso es posible todavía, de los que dispendian y se roban los dineros del pueblo.
Que la muerte de este muchacho ejemplar, sirva para que se remuevan las bases de una sociedad que vive envuelta en la mentira y en la falsa moral, una sociedad que irrespeta la vidas y se burla de los humildes. Todo esto incluye a los políticos, sobre todo a ellos, que han convertido este país en una sociedad sin esperanza y sin deseos de luchar.
En el día a día de los periodistas que cubren el área de la Salud hay experiencias muy, muy tristes y deprimentes, eso lo he compartido con mis amigas y colegas Doris Pantaleón, Italia María, Martina Espinal y Napoleón Marte, fotoreportero. Ellas también han visto su alma desgarrada ante la impotencia de una persona que muere por no tener dinero con que pagar un procedimiento.
Creo en las utopías, por eso sueño con que un día habrá autoridades capaces de pensar en la gente como la mayor inversión social y sueño con un país que sea capaz de despertar, educarse y trabajar por la felicidad, que es en definitiva el destino del ser humano. Sin tener claras las ideologías y la idolatría al dinero y al poder que dominan al mundo, Dario Peña Suriel, soñaba con un mundo de felicidad.