¿Qué vientos sembramos que cosechamos estas tempestades?

¿Qué vientos sembramos que cosechamos estas tempestades?

La siembra empezó temprano. Medio siglo atrás cuando en el país la desigualdad y ostentación de riqueza no tocaban extremos, cuando por la desatención rural las migraciones campesinas masificaban la pobreza en la periferia urbana y llenaban las calles de “chiriperos” y de muchachitos pedigüeños.

Cuando “tigueritos” y “palomos” anidaban en frondosos árboles drogándose con cemento y adolescentes salieron a vender flores y sexo.

Alimentada con la desprotección infantil y el arraigo de las causas estructurales, nació la primera generación de delincuentes callejeros de República Dominicana, todavía sin ser presa del consumo y microtráfico de drogas, aún sin las garras de quienes les sucedieron, entre ellos algunos de sus hijos y nietos.

Hijos y nietos criados en la ciudad, permeables a la influencia de los medios audiovisuales, a la publicidad que les creó expectativas de vida inalcanzables. Adolescentes y jóvenes a los que el televisor y luego la internet les abrió los ojos a su realidad, a su condición de excluidos de la sociedad.

Una mayoría se resignó a la pobreza o trataba de superarla con magros logros por falta de oportunidades. Otros se rebelaron, desvalorizaron el estudio y el trabajo, buscando respuestas en la ilegalidad, en la delincuencia.

De “cuello blanco”

Mientras, en segmentos sociales adinerados, crecían niños, niñas y adolescentes que materialmente todo lo tenían menos el calor de un hogar.

“Jevitos” atiborrados de cosas con las que el padre y la madre pretendían compensar su ausencia, generando un vacío existencial que puede inducir a la drogadicción, a conductas antisociales.

De esta cantera, también de estratos medios y bajos con la escalera política, surgieron “delincuentes de cuello blanco”, fruto de hogares donde el dinero, ansias de poder y placer enterraron la honestidad, la integridad y otros valores éticos y morales antes cultivados, que estampaban un sello de dignidad a las familias.

Se forjaron políticos y empresarios corruptos, narcotraficantes, contrabandistas, lavadores de activos, ciberdelincuentes, cuyo enriquecimiento ilícito impune influye en adolescentes y jóvenes que toman caminos delictivos.

Esta es parte de una historia que vale recordar para no repetirla, el origen en el país de un complejo fenómeno social que por falta de prevención se magnificó, convirtiéndose en uno de los principales problemas nacionales.

Lo es para la mayoría, el 78.8% de la población, como recién reveló un estudio de Participación Ciudadana y Transparencia Internacional, el cual señala que la delincuencia preocupa al 94.6% de la ciudadanía.

Evolución

En la década del setenta del pasado siglo, se dio el alerta. La advertencia llegó a tiempo para cortar el mal cuando aún no había echado raíces profundas, cuando la desigualdad, corrupción e impunidad no se habían desbordado.

Desde entonces, los gobiernos han privilegiado las medidas reactivas y represivas para combatir la delincuencia y criminalidad. Desde entonces, asaltantes, violadores, asesinos, malhechores con nuevas y sofisticadas modalidades de robos y atracos perturban la paz individual y social.

Al no adoptarse las debidas previsiones, el problema creció en los años ochenta, cuando las penurias económicas de la crisis de la deuda provocaron una estampida migratoria al exterior y mayor desintegración familiar.

Aquellos muchachitos “huele-cemento” eran ya jóvenes y adultos al cobrar auge el narcotráfico en los noventa y aparecer el microtráfico al final de ese decenio, surgiendo delincuentes feroces, con garras más afiladas.

Los “tigueritos” de ayer dieron paso en el presente siglo a “tígueres” decididos a robar y matar, envenenados por las frustraciones y el resentimiento al constatar su exclusión de la sociedad, de la bonanza que en otros reportaba el crecimiento económico.

Extravagantes estilos de vida les deslumbraron, negándose a renunciar al mundo de bienestar que le cierra la puerta. Y, ciegos de ira, deciden forzarla, no importa el precio, aún su vida.

Su existencia discurre sin ninguna perspectiva, en un abandono que les induce a disfrutar intensamente la vida, a menospreciar su valor. Viven de prisas, sin delimitar etapas, como pretendiendo agotar en un solo ciclo la adolescencia, juventud y adultez.

Sin lograr contener la ola delincuencial, en 2005 y 2013 se ejecutaron planes de seguridad ciudadana que en su diseño incluían la prevención, pero esta se marginó.

¿Ocurrirá lo mismo con “Mi País Seguro”, iniciado en 2021 en Cristo Rey?

No lo sabemos

De lo que sí hay evidencias es de que es imposible frenar este fenómeno multifactorial solo persiguiendo y sancionando el delito. Exige una política integral inclusiva y participativa de corto, mediano y largo plazos, que aborde causas y efectos, e involucre a la familia, la escuela, las iglesias, a la comunidad.

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