Quemar la palabra escrita

Quemar la palabra escrita

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lo único que me importa es verles las caras a los sujetos que te sirvieron durante el desayuno. Tan pronto los vea sabré en qué pie estamos parados. Cogiste el libro sin saber si debajo del inodoro había una bomba.

¡Cómo haces eso! En Cuba, Ladislao, hay muchísima gente buena; pero también existen personas que son como el mismo diablo. Cuando estabas en la notaría un tipo se me acercó en el lobby; creí que era un fresco y lo traté fríamente. Me preguntó si eras ruso o americano. Le dije que ninguna de las dos cosas. Dio a entender que hay parientes suyos que viven fuera del país.   ¿Era blanco o negro?   Era blanco; no parece de Oriente; trabaja en este hotel; no sé con cuál horario labora. Supongo que debe ser por la mañana; aunque no estoy segura de eso. Una mujer que se queda sola en un hotel debe estar alerta. El hombre no parece un espía; tal vez sea un disidente político. Los disidentes son tan peligrosos como los espías. Sobre todo para los extranjeros. Si te lían con un disidente pueden arrestarte; o expulsarte de Cuba.

– Te diré si debes deshacerte del libro desde que conozca a los que te metieron en eso. ¿Quién escribió el libro? –   El autor se llama Heberto Padilla; creo que se trata de un poeta y novelista exiliado en los EUA. ¡Dios mío! ¿Qué hiciste con el libro? Lo tengo guardado tan bien que es probable que yo mismo no lo pueda encontrar. Lidia abrió los ojos como dos cebollas y alzó los brazos. Tal vez te convenga tirar el libro en un zafacón, lo más lejos de este hotel que sea posible. ¡Podemos quemarlo! Mejor es quemar un libro que dejar que te quemen a tí por tenerlo encima.   – Al oírte hablar me pareció regresar al pasado, a situaciones que ya se han vivido en mi país o que me han contado ocurrieron hace tiempo en otros lugares del mundo. ¡Quemar libros! Eso sucedió en la época de la inquisición; volvió a repetirse en Alemania, en los tiempos de Adolfo Hitler; yo no quemaré ningún libro; lo esconderé igual que lo han escondido algunos cubanos. El camarero me dijo que el dueño del libro lo guardaba desde 1990. Se ve que lo han leído muchas personas porque está muy manoseado y grasiento. Quizás esté circulando clandestinamente en Santiago de Cuba.

–   ¿Dónde has escondido el libro?   No lo diré a nadie; ni aquí, ni en La Habana, cuando regresemos.   Me has dicho que el libro menciona los discursos del comandante; en tal caso, podría interrogarte la policía para saber cómo lo conseguiste.   Te he dicho que durante el desayuno el camarero me comunicó que su compañero de trabajo, el cantinero, quería donar el libro a un extranjero. Pusieron el libro en el baño. Ahí lo encontré. No haré denuncias; no los entregaré a ellos a las garras de la policía. Si tengo que quemar libros y denunciar a unos pobres empleados de hotel, preferiría dejar todo e irme de Cuba. Lidia se acercó al húngaro y lo besó en la boca, dulcemente.   – Eres bueno, Ladislao, pero te gusta meterte en cosas tormentosas. Tienes ya demasiados libros; daría igual uno más o uno menos. –   Lidia, no deseo discutir esto en medio de la calle; sé que todo lo que yo haga te afectará a tí también. No puedo complacerte en eso de quemar el libro.

Si tuviera que irme de Cuba sufriría mucho: por tí, en primer lugar; otro dolor sería dejar inconcluso mi trabajo sobre las Memorias de Marguerite de Bertrand. Oye bien, Lidia, como tú me dices a mí a cada rato: no seré chivato y no dejaré de leer el libro. Ya lo sabes, estoy cerrado a la banda; no cejaré aunque me muera.

–   Bueno, ya que eres tan terco, tendré que ayudarte a cruzar el charco. A la hora de ir a comer me indicarás con un gesto las caras de los empleados que te pusieron esa carnada. En vez de un fajo de billetes o un filete de ternera, un libro. Parece que dan por sentado que te gustan más los libros que el dinero o la comida. Quiera la Virgen de la Caridad del Cobre que sean hombres normales y no agentes secretos, espías extranjeros o disidentes buscando publicidad. Caracuadrada, tu tienes suerte: yo también tengo suerte, mucha suerte, pues tengo la suerte de haberme encontrado contigo. Con la suerte tuya y la suerte mía juntas podemos llenar un saco.   – Rellenar un saco de buena suerte debe ser una tarea agradable, Lidia. Nosotros dos tenemos suerte.

–   Pero hay personas a tu alrededor, en Santiago, en Bayamo, en La Habana, que no tienen ninguna suerte. Algo deberíamos hacer por ellos, ofrecerles algún socorro, aunque sea por la vía artística de las explicaciones. Me parece que deberías leer el libro que me dejaron sobre la tapa del inodoro. Tú eres cubana; es un libro sobre la historia de Cuba; además, los libros no están hechos para ser usados como combustible. Para eso está la leña, el petróleo. Me espeluzna la posibilidad de quemar la palabra escrita. Echar al fuego las palabras impresas de un escritor es lo mismo que cortar las gargantas de las personas que hablan. Mi padre decía: «quema de libros, anticipo de degüello». Santiago de Cuba, 1993.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas