Querebebés y robles florecidos

Querebebés y robles florecidos

Con las aguas de mayo que borran la sequía de la cuaresma vienen casi siempre dos de las pocas señas que indican en estas tierras caribeñas el cambio de las estaciones: vuelven los querebebés a llenar las noches con su bello canto y en las calles de Santo Domingo las hermosas flores de los robles criollos engalanan el paisaje.

Estas son semanas en que muchas aves están sacando polluelos y es por eso que cuando uno ve rolones volando, en vez de una pareja nota tríos. Son los padres volando con las crías en sus primeras aventuras aéreas.

Ya antes he dicho que las palomas, rolones, rolitas, tórtolas, perdices y otras aves de la familia columbidae, son todas comestibles, y muy apreciadas en diversas culturas, entre ellas la caribeña. Las palomas urbanas, consideradas “ratas con alas”, no son apreciadas a causa de su dieta y hábitos, distintos a los de palomas, tórtolas, rolones y perdices que cuando están en su hábitat natural, son cazadas y consideradas exquisitas, como es el caso de la codorniz, cuya carne es blanca a diferencia de las palomas, que es oscura.

En Europa los cazadores han llegado al extremo de extinguir varias clases de palomas, y desde tiempos inmemoriales estas aves han sido apreciadísimas, al punto que el único pájaro que los judíos utilizaban en sus sacrificios –que incluían comerse lo sacrificado– era una especie similar a la perdiz, aunque los demás (rolones, rolas, palomas) son considerados kósher y perfectamente comestibles. Más aún, la domesticación de distintas especies de palomas, tanto en Medio Oriente como en Europa, tuvo lugar para aprovechar esas aves como alimento.

Hace décadas, venían cazadores desde Puerto Rico a unas cacerías rabelaisianas o pantagruélicas, al punto que casi extinguen las especies coronita y turquesa. En aquel entonces había tantas palomas, que los criadores de cerdos del este, especialmente entre Juanillo y Cumayasa, tumbaban los pichones de los nidos ¡para alimentar los puercos!

Aquí la prohibición de la cacería ha permitido un aumento tremendo en el número de rolones, al punto que en zonas arroceras son una verdadera plaga. Quizás el canto del querebebé o la belleza de las flores de roble enternezcan al ministro de Medio Ambiente para revisar esta prohibición que si fue necesaria en un momento, ya es contraproducente. Los cazadores deportivos merecen de ese funcionario que se escuche su reclamo.

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