Qué se dice

Qué se dice

No todo está perdido. Los oficiales de la Marina de Guerra  que participaron en la Matanza de Paya, en la que murieron asesinados siete ciudadanos colombianos, habrían  cobrado 800 mil pesos cada uno por ese “trabajo”, según revelaciones del único sobreviviente de la masacre. ¿Qué “salario decente” puede competir con esos ingresos?

La incapacidad de los miembros de nuestros cuerpos armados para resistir esas tentaciones es lo que explica que hoy seamos sobrecogidos espectadores de los  niveles de infiltración del narcotráfico en los estamentos militares y policiales, y el ejemplo más  dramático de hasta dónde puede llegar esa infiltración está contenido en los resultados de la investigación sobre las denuncias de complicidad entre la dotación policial de Puerto Plata y los narcotraficantes de  la zona, a los que permitían operar a sus anchas, ofrecían protección,  servían de choferes y, para colmo,  también de sicarios para ayudarles a ajustar sus cuentas. 

Esa  terrible realidad obliga a una redefinición de la estrategia –si es que ha habido alguna– seguida hasta ahora para hacer frente a esa  contaminación, estrategia que  debe empezar por  una mejoría sustancial de los salarios de guardias y policías, pero ese aumento caería en el mar si no se acompaña del establecimiento de  un eficiente servicio de vigilancia, independiente de los mandos centrales,  de las acciones y el comportamiento de los miembros de nuestros cuerpos armados, incluída la alta oficialidad; por supuesto, tan pronto esa vigilancia  detecte alguna inconducta, hay que actuar de inmediato y sin contemplaciones contra las manzanas podridas.

Se trata de una misión difícil pero no imposible, como acaba de probarnos  el raso de la Marina de Guerra que hace unos días rechazó 300 mil pesos y una jeepeta que, en calidad de soborno, le ofrecieron los organizadores de un viaje ilegal,  un inusual gesto de honradez y sentido del deber que nos recuerda que –gracias a Dios– no todo está perdido.

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