POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).- Vaya por delante que soy ferviente partidario de los llamados menús-degustación, también conocidos como menús largos y estrechos, que me permiten tener una visión de la cocina de un restaurante mucho más amplia que si me atengo al clásico menú de primero, segundo y postre.
Reconozco, también, que prefiero probar muchos pocos que un par de muchos… siempre, claro está, dentro de un orden; digamos que, si me dejan, pido seis medias raciones en lugar de tres platos. Pero también sé que hay bastante gente que prefiere comer a la antigua, dos o tres platos abundantes.
Nunca he dado la razón a quienes pretenden que después de comer un menú-degustación siguen teniendo hambre; alguna vez he demostrado a alguno de ellos que ha comido, más o menos, el doble de lo que hubiera comido en un almuerzo convencional, en su casa. Ese me quedé con hambre es, no lo duden, algo sencillamente psicológico, al no haber visto ningún plato lleno a rebosar.
Dicho esto, habrá que añadir que empiezo a sentirme preocupado por algunas tendencias actuales en la cocina pública; y una de las que más me preocupan es la idea, que seguro que tendrá éxito, de suprimir la carta tradicional para limitarse a ofrecer un menú cerrado.
Para el cocinero, la solución es perfecta: no asume casi ningún riesgo. Una carta, por corta que sea, implica el peligro de que los clientes no pidan en todo el día un plato determinado. Obviamente, el género en el que se basa ese plato se estropea, con el consiguiente quebranto económico: no es agradable tener que tirar, o subaprovechar, unas langostas por ejemplo.
Si sólo se ofrece un menú cerrado, el riesgo de perder un género se reduce al mínimo, porque el cocinero, al comprar, calcula cuántos menús va a servir ese día, y compra lo que necesita para ese número de comensales. Hombre, puede tener un día malo y tener que tirar algo, pero siempre será menos que si deja que el cliente elija.
De modo que el único que asume riesgos con esta fórmula es… el comensal. Porque puede pasar, perfectamente, que algún ingrediente, principal o accesorio, de uno o más de los platos que conforman el menú no le guste, o le siente mal: le han fastidiado la comida, y nunca hay que olvidar que al restaurante se va, sobre todo, a disfrutar.
Que ésa es otra. En la cocina de autor actual parece que nadie piensa en algo tan importante como el placer. Asistimos a exhibiciones técnicas, a presentaciones de ingredientes desconocidos o muy exóticos, a despliegues de creatividad en combinaciones muchas veces insólitas y no pocas no demasiado acertadas… Parece que hoy, ir a uno de estos restaurantes tiene como finalidad principal comprobar el dominio de la técnica y de la física, y de la química que despliega el cocinero.
No es eso. Eso, nadie lo duda, es bueno: cuanto más formado esté un cocinero, mejor dará de comer… si lo que quiere es que sus clientes disfruten. Lo malo es que hoy muchos cocineros pretenden simplemente su lucimiento y, sobre todo, convertirse en cocineros mediáticos: salir en la prensa y, a poder ser, tener espacio propio en alguna televisión.
Y mientras, el cliente asiste, atónito, a una sucesión de platos originales que no acaban de convencerle, y echa de menos la otra cocina, la comprensible, la que tiene arraigada en sus gustos conscientes e inconscientes. Que un menú cerrado es una buena opción… siempre que sea justamente eso: una opción, nunca una obligación.