¿Quién como una madre?

¿Quién como una madre?

COSETTE ALVAREZ
De todos los mitos con los que nos han criado, el peor no ha sido el de los Reyes Magos, ni que Trujillo era un santo, ni que para ganarnos la vida eterna a la derecha del Padre hay que militar incondicionalmente en una religión en particular. No. Definitivamente, no se nos ha hecho un daño mayor que el de meternos en la cabeza que las madres son buenas y abnegadas per se, todas. La teoría se cae de la mata por su propio peso, debido a algo tan sencillo como que nadie puede dar lo que no tiene, y menos si es amor.

Yo misma no me precio de ser una gran madre, de ésas que supuestamente se quitan el pan de la boca para dárselo a sus hijos. Si hay un solo pan, es mitad para mi hija y mitad para mí. No me parecería justo hacerlo de otro modo. Para que ella esté bien, todavía es necesario que yo lo esté también. Pero no es por ahí que quiero dirigir mis pasos hoy.

Lo que pretendo plantear es el tema de las tantas madres que, demasiadas veces sin motivo aparente, maltratan a sus hijos y, muy especialmente, a sus hijas. Es algo tan patológico que, sintiendo y ejerciendo una indiscutible preferencia por el varón o los varones, procuran mantenerse peligrosamente cerca de las hembras, para que no les falte ni por un segundo a quien fastidiar, en quien verter todo el veneno glandular que, en lugar de esa lecha materna que genera la prolactina (también conocida como amor materno), llevan dentro, y que necesitan echar en buen recipiente para mantener activa la producción.

Habría que averiguar si la mala voluntad o como se llame nace con el parto mismo, si ocurre en la infancia cuando estas mujeres empiezan a darse cuenta de que ellas mismas nos están dando una vida que ellas nunca tuvieron, o si se despierta en la adolescencia, cuando bien podrían entrar en rivalidad con sus propias hijas por lo que sus mentes las llevaría a fantasear en términos de una vida sexual a cualquier nivel, pero de todas formas mucho más interesante que la suya, independientemente de las circunstancias de cada una. El caso es que la actitud es bastante molesta, insoportable, intolerable, con el agravante de que viene de alguien con quien tenemos un vínculo irreversible, cuya relación no se rompe ni con la muerte.

Hay algunos episodios que bien podrían calificarse de irrelevantes, pero eso es “asigún”. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, inscribir a una hija en un colegio de niñas bien, donde aprender es asunto de quinta, porque lo primero es la vida social, para preferir que no vaya al baile de graduación, simplemente porque no acepta a su novio alto, bello y bailador de concurso, y no logra imponerle como pareja al hijo de una amiga, muy buena gente, pero feo, bajito y mal bailador?

Que si todo hubiera sido el baile de promoción, no sería nada. Es que esa joven nunca pudo ir a una fiesta de quince años, ni a las fiestas de otros colegios, ni a visitar a las amigas, ni volver a practicar deporte, ni a ninguna de las actividades tan importantes en su medio. Pero a esa madre tampoco le dio vergüenza, muchos años después, insinuar un “vuelve y vuelve” a su hija cuando vio con sus ojos el éxito económico de aquel muchacho que nunca fue indigente, a quien tantos desdenes hizo en su juventud.

Para no hacer esta lecto-escritura muy cruenta, voy a pasar por encima a las pelas salvajes, a los castigos brutales, a las ofensas, a las infamias, y al esmerado descrédito al que muchas madres someten a sus hijas con el único fin de aislarlas, de manera que a nadie se le ocurra siquiera mediar por ellas, mucho menos darles apoyo.

Me he enfocado más por el plano de los amores, porque las incidencias son mucho más frecuentes en lo que se puede considerar como una absurda y pretenciosa administración vaginal. Hay madres que se han pasado la vida menospreciando a las amigas de sus hijas, porque las consideran pervertidoras, celestinas o lesbianas. Y a los amigos, porque si no es que andan detrás de sus hijas para gozarlas y desacreditarlas, es que son homosexuales queriendo usarlas de anzuelo para pescar hombres.

Una amiga me contó que, siendo estudiante universitaria, le encontraron pólipos en el recto. Tuvo la oportunidad de hacerse operar en un hospital público por el mejor cirujano. Su mamá la acompañó todo el tiempo. ¿Qué creen? Ella misma y no alguna vecina o parienta malvada fue quien insinuó que la hija se había hecho un aborto. Total, esa hija tuvo dos abortos en las mismas narices de su madre y ésta nunca se enteró.

Otra amiga me contó que, ya de treinta años y muchas vueltas por el mundo, regresó al hogar materno, porque su madre se quedó sola: el marido se casó con la amante y el hijo se fue a trabajar a otra ciudad. Un viernes en la noche, mientras sudaba la fiebre del recién llegado telecable y su primer televisor a color, alcanzó a ver al cobrador de un supermercado donde tenía crédito. Cuando salió, ya el cobrador iba lejos. La madre le había dicho que su hija no estaba, que regresara al día siguiente, sábado en la mañana. La hija le preguntó por qué, si ella misma había llamado para que fueran a cobrar. La madre le contestó que no lo sabía y que pensó que quizás no tenía dinero. Fíjense bien que a la madre le pareció probable que su hija produjera dinero en una noche de viernes, suficiente para pagar una cuenta de todo un mes de supermercado caro.

Si todo lo anterior es difícil de digerir en edades tiernas, en la adultez no queremos más, ni lo necesitamos, ni entendemos por qué hay que convivir en esos términos. Cuando llegan a cierta edad y se encuentran en dependencia total de esas hijas, se sienten castigadas, pero eso también es un error de apreciación: completan el fastidio, para no dejar nada al azar, para morir en paz, con su obra bien acabada, en muchos casos, aumentada, pues no pocas mantienen su inagotable capacidad de dañar hasta el último hálito. Es más, eso las nutre, las reactiva, les prolonga la vida. Y también les echa por tierra cualquier mérito que puedan tener, cualquier esfuerzo que hayan hecho por sus hijas.

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