El próximo martes 5 de noviembre, los Estados Unidos elegirán a su próximo presidente o presidenta, en unas elecciones que se vislumbran como unas de las más cerradas en el último medio siglo, tanto en lo concerniente al voto popular como al voto del colegio electoral. En las últimas tres semanas ha surgido una guerra de encuestas que tienden a favorecer históricamente a los candidatos republicanos, lo que ha llevado a los analistas estadísticos a recalibrar sus modelos predictivos, que ahora arrojan mayores probabilidades para que el expresidente Trump gane los votos del colegio electoral. Otro elemento de índole cuantitativa a resaltar es que, en las últimas dos elecciones presidenciales —es decir, en 2016 y 2020— el voto trumpista fue sobreestimado tanto de manera general como en estados clave, lo que sorprendió a muchos por los resultados tan ajustados. Sin embargo, si las encuestas han mejorado su metodología para captar el voto cautivo del expresidente Trump, estaríamos ante una elección donde el voto indeciso podría ser la clave en los estados péndulo en disputa: Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Carolina del Norte, Georgia, Nevada y Arizona.
A la hora de analizar encuestas políticas es importante hacerlo de manera granular y sin perder de vista los aspectos cualitativos, ya que, como dice un axioma en política: 2+2 no es igual a 4. Durante todo el trayecto de la campaña electoral, todas las encuestas muestran de manera sistemática que las principales preocupaciones de los estadounidenses son: la economía, el costo de la vida (relacionado con el tema económico) y la inmigración ilegal descontrolada. Luego se suman la preocupación por la estabilidad democrática del país y sus instituciones, así como los derechos reproductivos de las mujeres. Al juntar todos estos elementos, queda claro que estas elecciones están muy cerradas, cuando por cuestiones de índole económica y material deberían estar inclinadas hacia un solo lado.
El Partido Demócrata y la élite liberal que confluye alrededor de esta organización política no han logrado entender las causas que originaron al trumpismo y a todos los movimientos ultraderechistas que gravitan actualmente en el mundo con tintes fascistas. Todos estos movimientos tienen un denominador común: descontento con el sistema democrático y sus instituciones, porque no han resuelto el problema de la desigualdad económica ni el acceso a oportunidades. Si analizamos la historia del fascismo en Europa, desde el interregno de 1918 a 1939, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, vemos que la frustración económica y política abrió las puertas al nazismo en Alemania y al fascismo en Italia. En el caso específico de Alemania, la República de Weimar se caracterizó por la hiperinflación, la inestabilidad política y la pérdida de poder geopolítico tras perder la guerra y tener que pagar reparaciones económicas según los acuerdos de paz. Esto fue el caldo de cultivo perfecto para movilizar al populismo reaccionario supremacista de los nazis. Inmediatamente, comenzaron a arreciar su odio hacia los inmigrantes, en especial los judíos, a quienes culpaban de sus males, deshumanizándolos y tipificándolos como animales. Luego movilizaron a la clase trabajadora blanca precarizada, apelando a sus emociones y al sentido común de que merecían lo mejor, pero que por culpa de los judíos no lo tenían. Así, promovieron la idea de que una Alemania dominada por la raza aria sería el estandarte del mundo, todo esto respaldado por la gran oligarquía alemana y su capital. El desenlace fue la guerra que todos conocemos.
El fascismo no perdió vigencia por su derrota en la Segunda Guerra Mundial, ni por la estela de destrucción que dejó a la humanidad, sino por un sistema de gobernanza global que apeló a la integración del mundo, abordando de manera holística la estabilidad económica y financiera para evitar los desequilibrios que provocaron la Gran Depresión. En lo social, se crearon redes de protección que establecieron los Estados de bienestar europeos y el «Capital-Labor Accord» en los Estados Unidos. Por esa razón, el fascismo perdió fuerza en el escenario político global.
Sin embargo, con la financiarización de la economía global y el apalancamiento de las políticas económicas neoliberales de Reagan y Thatcher, la movilidad social y las desigualdades económicas se han agudizado, dando paso al surgimiento de fenómenos como Trump. Si analizamos el comportamiento electoral del trumpismo, vemos que la clase trabajadora blanca precarizada que residía en el cinturón del acero (Pensilvania, Michigan y Wisconsin), que históricamente fue demócrata, ahora vota en masa por los republicanos. Por ejemplo, en las elecciones de 2018, 2020 y 2022, los blancos sin título universitario votaron por los republicanos en un 61 %, 65 % y 66 %, respectivamente. En cambio, los blancos con educación que históricamente fueron republicanos ahora apoyan mayoritariamente a los demócratas, y en esas mismas elecciones, su apoyo fue de 58 %, 57 % y 52 %, respectivamente. La economía del conocimiento ha impulsado este apoyo, ya que el verdadero motor del desarrollo económico de los Estados Unidos está en Silicon Valley, no en el medio oeste desindustrializado.
En política, lo que moviliza son las causas y emociones que encajan en un marco de sentido común identitario, y no las razones ni los datos. Por eso vemos que grupos minoritarios como los afroamericanos y los hispanos están apoyando al trumpismo en niveles históricos. Esto se debe fundamentalmente a la ineficacia de los demócratas y de su candidata para conectar con el imaginario colectivo de esos grupos. En política no se explican razones, sino que se muestran acciones sustanciales. Por ejemplo, la gente no percibe que la economía esté bien, a pesar de que los indicadores macroeconómicos muestran que el PIB real está creciendo en torno al 3 %, que el desempleo está en sus niveles más bajos en décadas, que los salarios reales están en sus niveles más altos en dos décadas y que la inflación está bajo control. La gente espera una reducción de precios en los productos de la canasta familiar a niveles prepandémicos, y si no se promete eso, el mensaje trumpista conecta con su sentido común.
En el aspecto geopolítico, aunque el estadounidense históricamente no presta mucha atención a los temas internacionales a menos que esté involucrado directamente en un conflicto bélico, no es menos cierto que el trumpismo ha logrado conectar bien con una narrativa muy eficaz: durante su gestión, el mundo era más seguro y los Estados Unidos no empezaron una nueva guerra, distanciándose del pentagonismo y del complejo militar-industrial que llevó al país a dos guerras fratricidas en Afganistán e Irak. Esto, a pesar de que la posición trumpista de pactar la paz a cualquier precio debilita la hegemonía y el liderazgo de los Estados Unidos en el sistema de gobernanza global.
En conclusión, las claves discursivas de movilización demócrata, como la defensa de la democracia, los derechos reproductivos de las mujeres y la agenda climática, no conectan con el imaginario colectivo de los estadounidenses que viven en incertidumbre y precariedad económica. Además, la candidata demócrata, Kamala Harris, se apartó de muchas de sus posturas más progresistas, que de cierta forma podían galvanizar a los jóvenes, mujeres y minorías para neutralizar la amenaza trumpista. Pero prefirió hacer una campaña conservadora para no tocar intereses, algo que el próximo martes podría pasarle factura con su propia base electoral. Por tal razón, creemos que el expresidente Donald John Trump va a ganar las elecciones del próximo martes 5 de noviembre, ceteris paribus.