¿Quién manda aquí? ¿Quién organiza aquí?

¿Quién manda aquí? ¿Quién organiza aquí?

RAFAEL ACEVEDO
El Presidente es el mandatario, o sea, el que realiza el mandato, dicho en cibaeño: «el que hace el mandado». Porque, según el espíritu de la democracia, el que manda es el ciudadano, o sea, yo, usted, nosotros, vosotros y ellos.

En nuestro defectuoso sistema institucional, la concentración de poder legal, pero aún más de facto, en manos del Presidente, le da vuelta a la relación que debe haber entre mandante y mandatario, y tiende a anular los fundamentos civilistas y «poblacionistas» de la democracia.

Lo peor es que tanto se ha acostumbrado la gente a esa distorsión, que tienden a ver como naturales las violaciones de la Constitución y las leyes por parte de Poderes del Estado, en especial, manejos presupuestales y extra presupuestales de los fondos públicos.

Tal es el acostumbramiento, que se llega a concebir a las dependencias del Estado como negocios y cotos privados de sus incumbentes de turno, y no se entiende que el Palacio de Gobierno no es sino una oficina pública más, a la que usted puede acudir igual que va a la Fiscalía, a Impuestos Internos, o al Oficialato Civil.

Parte de esta distorsión perceptual se debe a que para un trámite burocrático, a menudo hace falta sobornar a alguien o solicitar el favor a un jefe departamental. Tanto más si usted quiere, como es el derecho de todo ciudadano, empresario o comerciante, vender sus mercancías o sus servicios al Estado. La razón de ello es que comúnmente sólo personas allegadas al Partido o negociantes vinculados, tienen acceso a tales oportunidades. De manera que si usted se acerca a una Dependencia Pública a buscar negocio, la interpretación suele ser que usted está tratando de hacer algo ilícito, cuando debería esto ser cosa normal.

En general, lo que en la realidad ocurre es que la función de gobernar, que es originaria o teóricamente concebida como el mecanismo para que la voluntad popular se lleve a efecto, se convierte en definitiva, en una obstrucción para que la misma no se cumpla. Se produce, en cambio, una apropiación de hecho de los recursos y medios institucionales del Estado por parte de los mandatarios, quienes utilizan estos medios para promover sus propios y particulares intereses.

Se ha llegado al extremo de este modelo patrimonialista, que se ha echado por el suelo lo poco que en anteriores gobiernos se había andado en materia de Carrera de Servicio Civil, y en un buen número de instituciones se producen casos de particularismo nepótico que darían vergüenza a cualquier administrador con criterios elementales de gerencia y decencia. Hay dependencias públicas que no resisten el menor examen en aspectos tales como la transparencia y la rendición de cuentas en el manejo de sus recursos.

En la cúspide de este macro desorden, está la irresponsabilidad de entidades como la Contraloría General de la República, que en estos menesteres ya ni se menciona; la Cámara de Cuentas, que está muy lejos de verificar y monitorear cosa alguna; un Congreso que ni siquiera lee los informes de la Cámara de Cuentas, y unas «entidades» de prevención y persecución de la corrupción que de desvergüenza y desuso, han perdido identidad y nombradía.

Mientras tanto, nos preguntamos ¿Hasta dónde puede degenerar esta situación? ¿Son materialmente sostenibles estos manejos irresponsables con cargo a un Presupuesto que se basa en impuestos de una población hambrienta, y de desempleados? ¿Cómo conciliar prioridades impostergables dentro de un Presupuesto en el que cerca de la mitad se tiene que destinar a pagar deudas públicas y a subsidiar desastres micro económicos de empresas eléctricas y otras distorsiones y dispendios?

Uno piensa, por necesidad, en los cientos de miles de dominicanos que huyen a diario de un país que no les da oportunidades, en las miles de mujeres allende dedicadas a la prostitución para mantener aquí a sus familiares, y en los tantos desventurados haitianos que con su barata mano de obra expulsan a los dominicanos del mercado laboral, pero que alivian las dificultades de los pobres y clase media al abaratar el costo de productos y servicios. Definitivamente, no es soportable este estupro colectivo, este despilfarro; estos ejercicios de gobierno tan brutalmente corruptos y violentos.

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