¿Quién robó el carro de Cindy?

¿Quién robó el carro de Cindy?

PEDRO GIL ITURBIDES
Nadie como yo sabe la brega que dio a Cindy Tatis adquirir el vehículo que le robaron al marido. Hube de firmarle los documentos para que un banco comercial le prestase el dinero bajo un programa con garantía de su salario.

Pero cuando asumió este compromiso, ya era deudora de la cooperativa de docentes, empleados y funcionarios de la Universidad Tecnológica de Santiago, donde trabajamos. Constriñéndose hasta lo infinito cubrió esta última, y luego transfirió la acreencia del banco a la cooperativa.

Pero esto era un respiro. La deuda seguía como una limitante de la vida de una joven familia que ha tratado, contra viento y marea, de abrirse paso en la sociedad. Ella, al aprovechar las facilidades ofrecidas por la Universidad a los empleados, alcanzó un grado académico. Sus ingresos fijos constituyen tabla de salvación para los suyos. Pero las obligaciones no cesan.

Era el marido con el vehículo adquirido con tantos sacrificios, quien la ayudaba a sostener la casa. Salía en las mañanas, luego de dejarla en la oficina, a buscársela como un toro. Esperaba las llamadas por el radio como espera hallar un oasis el sediento caminante en un desierto. Hasta que aquella fatídica mañana, la llamada resultó ser la de su perdición.

Un cliente esperaba por un taxista. El despachador colocó el aviso en el aire y el marido de Cindy, sin quehacer en el instante, respondió con presteza. Con esos giros de locura con que marchan los taxistas, avanzó por estas calles de Dios hacia la dirección recibida. No era a un pasajero al que trasladaría, sino un paquete que debía llevar a una dirección en la calle El Conde, en la zona colonial.

Y hacia el destinatario del paquete se dirigió el marido de Cindy, sin que el instinto le dijese que llevaba el vehículo hasta predios de expertos ladrones. Presuroso bajó del automóvil en busca de la dirección indicada por el cliente, entregó el paquete y retornó hacia el estacionamiento callejero en que había dejado su aparato. Pero ¡éste no se hallaba! El corazón le dio un salto, sospechando lo que en brevísimos minutos aconteciera.

Marchó pasos adelante, pasos hacia atrás. ¡Nada! En efecto, el carro había desaparecido. Fue entonces cuando llamó a Cindy, y Cindy nos alarmó a todos en la oficina, con su llanto incontenible. ¡Su marido había perdido el carro, como se pierde una moneda de diez centavos o un alfiler de cabecita!

No lloraba al carro, sino las restricciones y sacrificios vividos para obtenerlo. He tratado de ayudarla, porque esta pareja me recuerda sueños perdidos y esperanzas frustradas. Le he preguntado al Señor por qué le ocurren estas desgracias —para Cindy y su marido este robo es una desgracia— a jóvenes que quieren construir un hogar como El manda. Por supuesto, han tenido dificultades, como todas las parejas. Pero lo extraordinario en ellos es que los afanes comunes los empujan en una misma dirección, y siguen juntos.

Por eso quise darle este toque personal a este escrito. La deuda sigue sobre los hombros de Cindy, y la cooperativa no puede condonársela. En esos pesos hay recursos de miles de ahorrantes cuya fe no puede burlarse con la soltura con que lo han hecho, en cercano ayer, improvisados banqueros.

¿Podría la policía buscarle el carro al marido de Cindy? Ella promete venderlo y situar al marido con una paletera a las puertas del clausurado cine Apolo. Pero su deuda es su deuda, y ya el marido no tiene el medio de ayudarla a satisfacer los ingresos para la casa, y para el pago de esta acreencia. Ojalá el general Bernardo Santana Páez brinde una esperanza a esta pareja que, como otros miles de dominicanos, trata de asirse a un progreso que se niega a cobijarlos.

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