Quito: otro canto general

Quito: otro canto general

CHIQUI VICIOSO
Valle gentil, Quito es una fiesta visual. La ciudad se acurruca entre volcanes y montañas hechas de parches y cuadritos de diversas tonalidades, entre el verde, amarillo y el ocre del sudor agrario. El Pichincha, con su cresta nevada, parece estar en un permanente coqueteo con el sol. Hoy se muestra total, mañana, quizás, sólo un detalle.

Las plazas están llenas de flores amarillas y azules. La gente, necesariamente elegante por el clima, camina presurosa. Allá y aquí un toque de color brillante sólo en la vestimenta de los indígenas.

América toda ha desfilado en estos días por el Foro Social de las América, aclaro, no América toda sino los pobres de la América toda, incluyendo los y las representantes de los ochenta millones de indigentes de Norteamérica, cuya dirigente principal (una mujer delgadísima y enjuta que no puede evitar llorar cuando narra la persecución de que han sido víctimas por organizarse y ha sido arrestada 70 veces); cada uno y cada una con su historia particular de horror que contar.  Cada uno y una testimoniando la absurda voracidad de un sistema que como un radar va detectando donde hay carbón, salitre, nickel, ébano verde, donde el hombre y la mujer estorban, y con su lógica ¿indestructible? va desplazando al ser humano como el sujeto principal de la creación.

Acompañando a estos y estas condenados de la tierra, millares de jóvenes que asumen su causa, sacerdotes, monjas, ministros protestantes de todas las denominaciones y latitudes, testimoniando a un Dios que curiosamente les da la fuerza del Nuevo Testamento, aunque lo que hace falta es la furia de los Profetas del Viejo Testamento, con sus látigos, maldiciones, fuego, rayos y centellas.

Nunca se ha encarnado de manera tan vital la épica del Canto General de Neruda.  Por aquí han desfilado todos los Juanes y las Juanas, con su tragedia a cuestas y yo confieso, una vez más, que no entiendo la avaricia y esa tenaz determinación de un grupo de hombres de destruirnos y paradójicamente destruirse.  Una casa es una casa, donde se utilizan dos o tres habitaciones aunque tenga quince, en un desperdicio de espacio y de recursos; un Jaguar en Santo Domingo es una indecencia; una yipeta de dos millones una escuelita rural; un avión privado docenas de dispensarios médicos; un yate el desayuno escolar de millares de niños y niñas, y la lista podría ser interminable.

En el espacio dedicado al Caribe dentro del Foro, un obrero haitiano narra la historia de la Zona franca de Juana Méndez, emporio del Grupo M de Santiago, construido en el único oasis verde de la zona.  Cuenta que los intentos de los obreros de organizarse en un sindicato fueron reprimidos con incursiones del ¿ejército dominicano? que no solo apaleó sino que expulsó, con la complicidad de 18 industriales haitianos,  a más de 450 obreros.  Cuenta, que a las obreras la gerencia les hizo tomar una pastilla que provocó el aborto de las embarazadas y se sospecha que la esterilidad de las más jóvenes.  Cuenta…

Y allá está una, como dominicana, escuchando estas denuncias sobre la voracidad de los malos dominicanos,  y pensando en la decencia de otros/as compatriotas que están, contra viento y marea, tratando de construir un país más justo, vivible y digno para  dominicanos y haitianos.  Y allá está una, añorando el Viejo Testamento, con una indignación atragantada que nos envía, como es de suponer, al hospital sufriendo de «mal de alturas».

«Ven, sube conmigo hermana», parece decir Don Pablo. Y una se siente tentada a responderle con un fragmento de la carta que escribiera desde Montevideo, en 1939, donde dice:

«Yo soy un poeta, el más ensimismado en la contemplación de la tierra; yo he querido romper con mi pequeña y desordenada poesía el cerco del misterio que rodea al cristal, a la madera y a las piedras, yo especialicé mi corazón  para escuchar todos los sonidos que el universo desataba en la oceánico noche, en las silenciosas extensiones de la tierra o del aire, pero no puedo, no puedo, un tambor ronco me llama, un  latido de dolores humanos, un coro de sangre como nuevo y terrible movimiento de olas que se levanta en el mundo. No puedo, no puedo conservar mi cátedra de silencioso examen a la vida y el mundo, tengo que salir a gritar por los caminos y así me estaré hasta el final de mi vida».

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