R. A. Font Bernard – La lujuria del poder

R. A. Font Bernard – La lujuria del poder

Al iniciarse el año 1910, México se aprestaba a celebrar el primer centenario de su independencia. La nación cumplía cien años, y el dictador Porfirio Díaz, ochenta de edad. Este, no obstante, aspiraba a una sexta reelección presidencial.

Consecuente con esa aspiración, el oficialismo palaciego había iniciado una extemporánea campaña proselitista, bajo la consigna de que la reelección era «una necesidad nacional», el progreso, el crédito y la paz», conforme alegaban, dependían de la permanencia del viejo dictador en el poder.

«Con Díaz bien o mal» era la consigna oficialista, al margen de lo que pudieran o pudiesen, pensar los demás.

Uno de los ideólogos del reeleccionismo, el novelista y secretario de las Relaciones Exteriores, Federico Gamboa sustentaba que el octogenario presidente estaba en el cenit del poder y de la gloria. Y con palabras que hemos visto reproducidas en nuestro país, expresaba que por su físico, el general prometía una longevidad incalculable.

«Es un físico casi vegetal, de encino o de roble tallado a hacha», aseguraba Gamboa. Para proseguir: «Serio siempre, en su papel, sin sonrisas, sin inclinaciones de su cuerpo alto y fuerte, es la Esfinge, hasta por su color y por su origen, es la Esfinge».

¿Cómo concebir, pues que don Porfirio abandonase voluntariamente el poder, dejando al país el riesgo de dar un salto al vacío?

Ladino reservado como era, el general Díaz no aparentaba compartir los entusiasmos reeleccioncistas de sus colaboradores, aunque en su intimidad sabrá que su vida política -la única que tenía- estaba vinculada para in eterno al poder. En un conversatorio con el embajador de los Estados Unidos de América, le había confiado, -con el evidente propósito de obtener una reacción favorable- que «un hombre de ochenta años no es el que se requiere para gobernar a una nación joven y briosa».

En los treinta y seis años de su absolutismo, el Presidente Díaz había modernizado a México. Miles de kilómetros de vías férreas atravesaban el territorio nacional, y Ciudad de México se había convertido en la Ciudad de los Palacios. Con las vías de comunicaciones sobrevino el crecimiento del mercado interno, y una vinculación más activa del país con el mercado exterior. Pero los mexicanos del año 1910 comían menos que los de treinta años atrás.

Don Porfirio, conforme solía decir, creía más en los muelles que en las leyes.

Sólo los egoístas y los envidiosos, argumentaban los reeleccionistas, podían regatear al Presidente, el derecho que le asistía, para presidir los actos de conmemorativos del centenario de la nación.

(El año 1910, un fugitivo de la justicia, llamado Doroteo Arango, no podía imaginar que estaba destinado a figurar en la Historia con el nombre de Pancho Villa, el legendario jefe de la División del Norte de la Revolución; tampoco hubiese imaginado su futuro protagonismo revolucionario, un campesino semianalfabetos, llamado Emiliano Zapata).

La reelección se impuso desde el Palacio de Chapultepec, y cuando un obsequioso figurante del círculo palaciego, enteró al dictador que el sustentador del antireeleccionismo era un oscuro licenciado provinciano llamado Francisco Madero, comentó jocosamente: «Ah, ese Panchito, el hijo medio loco de mi compadre Francisco Madero».

El general Díaz no ignoraba que la reelección había sido impuesta por el oficialismo, e intuitivo como era, advirtió que con el antirreleccionismo de «Panchito» Madero, ascendía, vigorosa y resuelta, una nueva generación, animada por el deseo de tomar los controles de la nación. Con esa percepción, accedió a declararle a un periodista norteamericano, que el ejercicio del poder no había corrompido sus ideales políticos, y que creía que la democracia era el único principio de gobierno, justo y verdadero. Pero, abriendo en esas declaraciones un espacio para las dudas, agregó que «en la práctica esa democracia sólo era posible para los pueblos desarrollados». La democracia, sustentaba el dictador, era una abstracción propia de los intelectuales, a quienes había que mantener «colgados por las tripas». Entre esos intelectuales, figuraban el celebrado autor de la novela «Santa». Federico Gamboa, Salvador Díaz Mirón, y Amado Nervo. El pueblo era poco menos que un parásito, al que se trataba de alimentar con maíz.

El general Díaz necesitaba desacralizar el aire de misterio que lo envolvía, y desactivar a la vez la reacción provocada por su sexta reelección: «He esperado pacientemente el día en que el pueblo de la República mexicana estuviera preparado para escoger y cambiar sus gobernantes en cada elección, sin peligro de revoluciones armadas, y sin daño para el crédito y el progreso nacionales. Lamentablemente, ese día aún no ha llegado». El general Díaz, como lo dijese Alfonso Reyes, «había entrado francamente en esa senda de soledad que es la vejez, pero se obstinaba en ignorarlo».

Don Porfirio se juramentó como Presidente de la nación mexicana por sexta vez, y el centenario de la Independencia fue celebrado con numerosas inauguraciones y con el estruendo de los fuegos de artificio. Pero unos meses después del 10 de septiembre, estalló un estruendo mayor, la revolución. Y con ella, como suele suceder en todos los grandes partos de la historia, el pueblo anónimo asumió su protagonismo con los nombres de Pancho Villa, Obregón, Zapata, Elías, Calles y Lázaro Cárdenas.

El 31 de mayo del 1911, salió don Porfirio para el destierro, luego de ejercer durante treinta y seis años el poder absoluto. En parís formuló dos declaraciones. En la primera se manifestó «herido» porque «una parte del país se alzó en armas para derribarme y la otra se cruzó de brazos para verme caer». Y en la segunda: «No conozco a ese Emiliano Zapata, me dicen que es un bandido; tiene bandera, no es un reivindicador. Las teorías del socialismo que proclama son falsas».

El general Porfirio Díaz, falleció en París el 2 de julio del 1915, y sus restos mortales aún no han sido repatriados. Como todos los gobernantes que se consideran irremplazables, el general Díaz ignoró el proverbio árabe, conforme al cual, la vara del gobierno es una antorcha, y quien se queda con ella mucho tiempo, se quema las manos».

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