R.A. Font Bernard – Mis conversaciones con el Doctor

R.A. Font Bernard – Mis conversaciones con el Doctor

Mientras agotaba el último tramo de su parábola vital, el doctor Joaquín Balaguer estaba secuestrado por los mercaderes, que irrespetaban su ancianidad alterando, en su personal provecho, muchas de sus declaraciones y decisiones políticas.

Hay constancia de que ocasionalmente se concedían las audiencias, a sabiendas de que el líder estaba bajo los efectos, de los sedantes que le administraban. Una fotografía puesta a circular en los periódicos del país, el año de su fallecimiento, confirma lo precedentemente señalado.

Estábamos cordialmente distanciados, luego de la publicación de los diez artículos que publiqué en el periódico HOY, oponiéndome a su participación en el certamen electoral del 1986, con el señalamiento de antecedentes históricos que él no ignoraba. Pero enterado de la situación de dependencia a que estaba sometido, decidí visitarle, semanalmente, para distraerle con conversaciones, que la llamada «gente de la casa», no estaba en condiciones de compartir con él. «¿Estaba enterado el Doctor del fallecimiento de don Salvador Madariaga? «No, no se lo habían informado». ¿Lo estaba de una edición facsimilar de las obras de Vargas Vila, auspiciada por el gobierno de Colombia, a propósito del centenario de la publicación de la primera obra del insigne literato? «No estaba enterado». Y así, una y otra vez.

Antes de entrar a la habitación, donde yacía físicamente inhabilitado para caminar, yo solía notificar mi presencia con el recitado de los primeros versos de una poesía del Parnaso mundial. A lo que él aparentemente complacido, correspondía con un «Font Bernard, ven siéntate a mi lado». Entonces, inicialmente le invitaba a rememorar los días de su juventud, cuando ejercía el magisterio en la Escuela México de su ciudad natal. El, divertido, correspondía a mis preguntas, con las respuestas pertinentes. ¿»Qué es en el verso el pie quebrado Doctor»? ¿»Qué es la asonancia»? ¿»Qué es el verso disílabo»? ¿»Qué es el arte menor y el arte mayor»? El no ignoraba que yo había estudiado su obra titulada «Apuntes para la historia prosódica de la métrica castellana», -una de sus más representativas,- y por consiguiente, yo observaba que se le iluminaban los ojos, ya sin luz.

En ocasiones, tratando de invitarle a un ejercicio nemotécnico, yo retrotraía hacia las divagaciones, con el recitado de unos versos:

¿Qué se hizo el Rey Don Juan?

Los infantes de Aragón, qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán?

¿Qué fue de tanta ficción

como trajeron?

Y él, lúcido y memorioso, proseguía:

«Recuerde el alma dormida,

Avive el seso y despierte,

Contemplando

Cómo se pasa la vida,

Cómo se vive la muerte

Tan callando;

Cuan presto se va el placer,

Cómo después de acordado

Da dolor

Cómo a nuestro parecer,

Cualquier tiempo pasado,

Fue mejor»

– Esos versos de Jorge Manrique -me dijo a seguidas- los recitó Peña Gómez en la despedida al cadáver de Brea Peña.

Otras veces, le interrogaba intencionadamente, acerca de determinados acontecimientos históricos, o a las biografías de personajes universales. ¿Cuál era el timbre de la voz oratoria de Alcalá Zamora? ¿Superaba el socialista Indalecio Prieto a Manuel Azaña como orador parlamentario? ¿Fue Gaitán, el excepcional orador que movilizaba multitudes en Colombia?

O ya en el orden personal:- ¿Quién fue el autor intelectual del asesinato de Marrero Aristy? ¿Advirtió usted, que mientras leía su discurso de juramentación como Presidente de la República, el 2 de agosto del 1960, que Trujillo se apareció inesperadamente en la Asamblea, luciendo un uniforme militar de gran gala? ¿Fué usted, o fue Trujillo, quien me sustituyó por José Angel Saviñón, en la representación dominicana ante la OIT?

El se contraía a sonreír con aquel «je-je-je», que le era característico, cuando se excusaba para no contestar. Pero sí me contestó excusándose, cuando le advertí, que se había equivocado al referirse en un discurso, a la causa de la muerte del dictador griego Venizelos. Le leí el pasaje correspondiente, de la biografía de Emil Ludwig.

Si ocasionalmente aparentaba distraído, a pesar de que me invitaba a permanecer por más tiempo junto a él, yo recurría al ardid de un recitado:

«Yo ansío para voz, Señora, unas rosas eternas,Junto al agua que corre murmuradora,

Entre las piedras duran y las espigas tiernas».

– Se revitalizaba, atraído por su pasión por la poesía: -«Ese es uno de los más bellos poemas de Juan Goico Alix. Fue un gran poeta injustamente olvidado.

Intenté visitarle como era lo habitual en los días finales del mes de mayo, y se me dijo que estaba durmiendo. Pero a la semana siguiente, me sorprendió el deterioro físico en que se había caído su ancianidad. Desde apenas un mes me propuse reanimarle, con el recitado de su soneto titulado «Similitud», pero permaneció desatendido de mi intención. Y al tomarle las manos para despedirme, advertía que jadeaba y que eran unas manos inusualmente frías. Alarmado descendí al primer piso, para enterar a Rafael Bello de mi preocupación.

Pero éste, me dijo, que el Doctor no había dormido la noche anterior. Una explicación que me pareció poco convincente. Luego supe que se estaba recuperando de un accidente cerebral. Dos meses después, el 16 de julio del año 2002, le vi, ya «desnacido», como lo diría don Miguel de Unamuno, yacente, y con el pecho cruzado por la banda tricolor con la que había comparecido seis veces ante la Asamblea Nacional, para juramentarse como jefe del Estado. En torno a su cadáver, vi el rostro del pueblo, emocionalmente acongojado. Pero aprecié también, manifestaciones de tristeza, hipócritamente circunstanciales.

Recientemente conversé con un eminente médico gastroenterólogo, quien diagnosticó el origen de su muerte, como una inadecuada administración de aspirinas, juntamente con un medicamento para facilitarle el sueño.

En la actualidad, y no obstante la utilización mercantilista que hacen de su memoria «la gente de la casa», yo persisto con mi reiterada consideración, en el sentido de que fue él, la frontera entre el autoritarismo de Trujillo, y la etapa de libertades públicas de la que nos beneficiamos en la actualidad. Gobernó diestramente, y cumplió su misión, viendo desfilar ante él, tres generaciones. Fue el único político dominicano, que no necesitó ceñir siempre las insignias del poder, porque sus gestos llegaron a valer como decretos, y sus alabanzas tuvieron el valor de las consagraciones. Fue exclusivamente, en términos históricos, el Doctor Balaguer, que «la gente de la casa» -mercadeó en los años postreros de su vida, para sus beneficios económicos y políticos.

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