R.A. Font Bernard – Somos los mismos

R.A. Font Bernard – Somos los mismos

El día 26 de julio del 1899 cayó abatido a balazos, en la ciudad de Moca, el entonces Presidente de la República, General Ulises Heureaux, familiarmente llamado el general Lilís.

El general Lilís había militado en las filas de los soldados de la Restauración del 1863, y debía su ascenso político, a la paternal amistad del general Gregorio Luperón, y a la condescendencia del arzobispo de Santo Domingo, monseñor Fernando Arturo de Meriño. Este fue sucedido en el ejercicio de la Presidencia de la República por el general Heureaux, quien como ministro de Interior y Policía, asumió la responsabilidad de poner en ejecución, el fatídico decreto de San Fernando, dictado por el presidente Meriño.

Tras el magnicidio del 26 de julio, regresó al país, procedente de Chile, donde vivía el autoexiliado, el instaurador del «normalismo» don Eugenio María de Hostos, a quien la tiranía «lilisista», le había impedido realizar a plenitud, su labor pedagógica. Previo a su retorno, el señor Hostos le había enviado una carta a uno de sus discípulos preferidos, Arturo Grullón, en la que le manifestaba su convicción, de que tras la muerte del general Heureaux, el poder político de la nación recayera en la juventud que se había formado a la sombra de su magisterio, en la Escuela Normal. Allí, el Maestro había sentenciado, que «civilizarse no es otra cosa, que elevarse en la escala de la racionalidad humana».

Sin embargo, ya nuevamente, en el país, para el señor Hostos fue decepcionante comprobar, que la tiranía abatida el 26 de julio, había sido sustituida por lo que él calificó como «un hormiguero de bárbaros». Y el maestro que durante sus ocho años en la dirección de la Escuela Normal, había trabajado por entronizar la civilidad en el país, murió tras la comprobación de que el «normalismo» como generación minoritaria, no había logrado imponerse, para modificar el estado de atraso social y educativo de entonces.

Como el expuso atinadamente el licenciado Manuel A. Peña Batlle en el prólogo de la obras del padre Valle Llano titulado «La Compañía de Jesús en Santo Domingo», el señor Hostos «no llegó a comprender la experiencia social dominicana. No comprendió los problemas de este país, y los miró siempre, imbuido en sus sentimientos antihispánicos». Su mensaje civilizador, limitado exclusivamente a la pedagogía, quedó atrapado por los acontecimientos políticos escenificados en el país a partir del año 1900.

El año precedentemente citado, el territorio nacional fue ocupado militarmente por la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América. Y el fallecimiento del señor Hostos, en el año 1903, le privó de padecer la ignominia que supuso para la dignidad nacional, la Convención Dominico Americana del 1907, en cuyo acuerdo tuvo una activa participación, uno de los epígonos del «normalismo», el señor Federico Velázquez y Hernández, entonces ministro de Hacienda y Comercio en el gobierno presidido por el general Ramón Cáceres.

A la fecha del retiro de las fuerzas militares norteamericanas del territorio nacional, en el año 1924 el mensaje civilizador del señor Hostos quedó definitivamente desplazado con el retorno del caudillismo tradicional. En las elecciones celebradas en el año 1924, uno de los discípulos del señor Hostos, el licenciado Francisco J. Peynado, fue vencido decisivamente por el general Horacio Vásquez, quien había participado en el certamen cívico, llevando como candidato a la vicepresidencia de la República, al hostosiano Federico Velázquez.

El hecho de que el señor Velázquez, figurase en una boleta electoral, junto al caudillo que derrocó, en el año 1902, el ensayo democrático que sustituyó a la tiranía «lilisista», dejó confirmado lo expresado por el licenciado Peña Batlle, en el sentido de que los programas pedagógicos de la Escuela Normal «constituyeron un serio proyecto cultural para la época», pero «que todo ello se levantó sobre una base abstracta y deshumanizada». Al aliarse con el general Vásquez, el discípulo del señor Hostos Federico Velázquez, ignoró, acaso deliberadamente, que el general Vásquez era el producto de una enfermedad endémica, llamada «caudillismo», y que esa enfermedad se incubó en el ruralismo, es decir, en la acción rural, en la presión rural de una sociedad rural.

La regresión histórica que significó el triunfo electoral del general Horacio Vásquez preparó el camino para el retorno de las prácticas «lilisistas» del siglo 19, y con ella la entronización en el país del «efecto Trujillo». El Trujillo del 1930, fue una versión, apenas modificada, del de la tiranía lilisista, iniciada en el año 1882. En el lapso histórico que discurre entre esos años, la sociedad dominicana apenas había sido modificada, no solo en lo atinente a su desarrollo económico, sino además en lo más significativo, en su conducta moral y en su subdesarrollo educativo. El manifiesto leído por Trujillo en la ciudad de Montecristi, el 24 de abril del 1930, fue una anunciación de lo que luego se nos vino encima, y de la percepción de su redactor, en lo relativo al país que se iba a gobernar.

Es por demás, altamente significativo, que Trujillo iniciase su campaña política del 1930, en las regiones rurales del país, que en la ceremonia de juramentación del 16 de agosto, vistiese el traje de gala militar del general Lilís, que transitase por los parajes rurales, repartiendo personalmente dinero como fue lo habitual en el «Pacificador de la Patria», y que como sucedió en el período histórico dominado por el general Lilís, la minoría ilustrada del país le ofreciese su cooperación. La presencia del doctor Max Henríquez Ureña en el gabinete presidencial del 1931, como secretario de Estado de Relaciones Exteriores, tuvo su precedente en el desempeño de la misma posición por parte del ilustre poeta don Enrique Henríquez, en la tiranía del general Lilís. Compárese, por otra parte, el material recopilado por el historiador don Emilio Rodríguez Demorizi con el título de «Cancionero de Lilís», por los seis tomos de merengues, publicados por la Secretaría de Estado de Educación, contentivos de la música que exaltaba las glorias del Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva.

El intento de subestimar la dimensión histórica de Trujillo, y su influencia durante más de un tercio del siglo veinte dominicano, es una torpeza, desautorizada de antemano, por su carácter subjetivo y personal. Y hay que admitir, que las circunstancias en las que apoderó del poder, el año 1930, han variado significativamente en lo demográfico, en lo económico, y en lo material. Pero no así en lo educativo, y en lo moral. El pueblo dominicano del 1930 es en lo atinente a la moral, el mismo que en la actualidad vota en los certámenes electorales, sin saber por qué vota. Interesado tan solo por el triunfo del candidato que le asegure su beneficio personal, no el del país.

El pueblo dominicano es aun, no obstante su centenaria vida independiente, una comunidad que no ha cuajado como entidad nacional. Es conforme lo están demostrando los acontecimientos del presente. La «farsa o parodia de los estados verdaderos», a las que hubo de referirse don Américo Lugo, en la histórica carta dirigida al general Horacio Vásquez, en el año 1914.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas