R. A. Font Bernard

<p><span>R. A. Font Bernard</span></p>

MANUEL NÚÑEZ
Era el último testigo de una época que con su desaparición física queda definitivamente sepultada. Leer sus artículos de los sábados en el HOY era una ejercicio al que me librada con sumo placer. Llegué a convertirme en adicto a esas entregas. Muchas veces, después de leerlos, lo llamaba y le preguntaba por alguna menudencia. Su experiencia de cortesano lo había vuelto profundamente incrédulo. No era fanático de nada. Había probado en carne viva la soberbia y el engreimiento de los que llegan; el ansia de venganza de los doctrinarios.

Tras la muerte de Trujillo, padeció por breve tiempo, el acíbar del exilio en Nueva York. Y, en los gobiernos de los años de democracia; soportó los altibajos y las turbulencias generadas por las intrigas palaciegas, y esto le dio un conocimiento inmenso de la miserable condición humana. Los hombres adoran el poder. Ninguno de los áulicos y abusadores piensa que algún día tendrá que dejarlo. Ya en su casa de nubes, los encumbrados, aplastan al adversario; lo matan de hambre; lo llenan de rencores y resentimientos; se creen todas las leyendas fabricadas por periodistas prostituidos; mancillan la dignidad de los empleados y de los gobernados hasta volverlos sombras. Para sobrevivir en esas rebatiñas, hay que dar prueba de una gran dosis de templanza. Por haber pasado una y otra vez por ese trago amargo, Font sentía una enorme admiración por el Juan Bosch de 1963.

Aquel que proclamó en Nueva York que no podíamos vivir como la hiena dándole vueltas al odio. Aquel que dijo en su juramentación como Presidente de la República: no deseamos el poder para gobernar con amigos contra enemigos, sino para gobernar con dominicanos para el bien de los dominicanos; no espere nadie el uso del odio mientras estemos gobernando; estamos aquí con la decisión de trabajar, no de odiar. Esa dimensión de Bosch era continuamente venerada en sus artículos y en su tertulia. Y de ella nos dejó extraordinarias estampas.

Podía entenderse sin asperezas con todos los inquilinos del Palacio de la calle Uruguay. Obraba sin prejuicios ni escrúpulos ideológicos. Era un auténtico cortesano; pertenecía a la especie de los salomones, y en ese ejercicio ya nadie le disputaba el cetro. Tenía la cultura política, la pericia de la historia y de los hombres y una inteligencia esclarecedora para desempeñar ese papel, que, le llevó a convertirse en el mediador entre el Gobierno y la oposición, en los tiempos de los 12 años de Balaguer.

En esa misión que cumplió brillantemente se lleva a la tumba, sin embargo, una porción muy importante de la historia: el ocultamiento del profesor Juan Bosch tras el desembarco del coronel Caamaño en la Playa de Caracoles en 1973; su voz, era en aquel punto y hora, un llamado a la prudencia, para que Peña Gómez y Balaguer pudieran entenderse. Una de las lecciones mayores que nos deja de ese período era que la sociedad dominicana no podía vivir en una guerra civil permanente. No podemos vivir en esa guerra a muerte entre “trujillistas” y cívicos, entre demócratas e izquierdistas, entre capitalistas y anticapitalistas. La idea clave de toda su acción pública era que la República Dominicana tenía que reconciliarse; abandonar definitivamente las trincheras del odio. En vista de ello, aun cuando no compartía en absoluto el modelo de sociedad que quería implantar en el país el Partido Comunista Dominicana se ocupó, desde 1974, junto a Polibio Díaz y al Presidente Balaguer para llegar a un entendimiento con los comunistas. Eran muchachos idealistas -decía optimista- que no ponían bombas ni mataban policías ni asaltaban bancos y, por ello, había que abrirles las puertas de la legalidad. Consideraba la promulgación de la ley, refrendada en 1977, como una obra suya.

Muy orteguiano, creía que el hombre no obedecía a ideales abstractos ni a ideologías concluyentes, sino a circunstancias vitales. Los delirios y las ilusiones políticas debían ser suplantados por los tumbos y los remezones que penetran la existencia.

El Joaquín Balaguer 1961, contradijo toda su historia pasada. Desmanteló el Partido Dominicano; asoló sus edificios y sus haberes; maniobró para echar a la familia Trujillo del país; permitió el regreso de todos los exiliados; legalizó los partidos de oposición y obró como un descendiente de Robespierre, con los arrestos de un revolucionario. El eminente Víctor Garrido marcó distancias. Porque creía que Balaguer iba muy deprisa; que se había vuelto loco. Que el país no podía deshacerse de sus mordazas, sin naufragar en la anarquía. La oleada de sangre que se levantó en aquellos días turbulentos pudo arrasar con Balaguer. Traidor, le espetó doña María Martínez. Esos días fueron vividos intensamente por don Ramón; los refería con fruición. Ese tiempo le hizo columbrar el talante del hombre que gobernaría el país por veintidós años.

El amigo tenía una conversación socarrona, muy lejos de su prosa pulquérrima y de las demostraciones de sapiencia que nos daba cada sábado en su columna del HOY. Entre el hombre que hablaba en el mentidero y el que escribía se había establecido un abismo. Sentía una sincera admiración por lo que había sido un pasado ejemplar. Pudo conocer y tratar a Monseñor Nouel, Rafael Damirón, Américo Lugo, Manuel A. Peña Batlle, a Ramón Marrero Aristy. a Jesús de Galíndez y a la generación de nuestros mejores poetas y escritores.

Su abuela partidaria, al parecer de Ulises Heureaux, le transmitió informaciones de las épocas pretéritas. Vivió, luego, en el ámbito familiar las revoluciones de Concho Primo, la ocupación estadounidense y, finalmente, la presencia de Trujillo. Al morir su padre, Alberto Font Bernard, desempeñó funciones de poca monta en la dictadura de las tres décadas. Pero aprendió todo lo que puede a aprenderse en los hombros de los gigantes. De todos los recuerdos que atesoraba, hay uno que había pervivido por más de setenta años en su prodigiosa memoria. Una noche, de principio de los años treinta, llovía a cántaros, por la calle El Conde venía un hombre acompañado de otros hombres con capas esplendorosas. El hombre del centro tenía porte prusiano y repartía a troche y moche dinero a las personas que se acercaban. El niño Ramón Alberto lo vio. Quedó deslumbrado por la figura fantástica, casi mitológica. Nunca pudo desprenderse completamente de esa imagen. Ese recuerdo permanecía vivo, aunque el hombre de la capa y todos sus acompañantes habían muertos. Era Trujillo.

De unas memorias que se hilvanaban cada sábado como cuentas de un abalorio secreto nos quedan retratos de personajes desaparecidos; representaciones de épocas sepultadas; ensayos literarios sobre autores que nunca lo abandonaron: Cervantes, Lorca, Rubén Darío, Hostos, Gómez Carrillo, Salvador Díaz Mirón, Henríquez Ureña… Todas estos artículos, una porción de los cuales fue compendiada por Orlando Inoa en Crónicas elementales (2000), nos retratan a Font Bernard, al hombre que analiza y estudia; pero también al que recuerda y nos trasunta como testigo excepcional un fragmento de nuestro más inmediato pasado.

Después de haber sido director del Archivo General de la Nación por muchísimos años, había adquirido la facultad de la clarividencia. Su amigo, el presidente Fernández le colocó un despacho de consejero en el Palacio Nacional. Pero intuía que, salvo el propio Presidente, se hallaba junto a hombres de otros tiempos, de otros temperamentos, de otros intereses y que, acaso, ya era un cuerpo extraño. En esa ocasión me describió su circunstancia: le dije al Presidente que sólo cuento con él; que yo era, y eso creó cabalmente, un parche mal pegado.

¿Por qué aceptó, entonces, el cargo en tales condiciones? Al parecer, después de haberle servido al Estado durante tanto tiempo, se creyó con méritos suficientes, para merecer una jubilación. Ni el Gobierno anterior que barajó esa posibilidad ni el actual le concedieron la pensión laboral. A sus ochenta y seis años cumplidos, murió con la carga y los sobresaltos del empleado público.

Don Américo fue su último artículo. Volver a Lugo era quizá una autocrítica. Un retorno al puerto original. A Hostos, a Rodó. Presentarlo como una montaña inalcanzable para las generaciones presentes, y saber que la política se alimenta de realidades relativas, fue una de sus mayores convicciones.

En él se actualiza la frase de Barres “la nación es la posesión de un antiguo cementerio”. Son las memorias venerandas de Salomé Ureña, de Pedro Henríquez Ureña y de don Américo Lugo, la trilogía de su panteón mental. Se sentía responsable de haber proclamado que se llevase a don Américo al Panteón Nacional. Aquel hombre incorruptible, indoblegable, inhiesto ante los exigencias del poder; aquel franciscano sin lados flacos, representaba el ideal que hubiera querido alcanzar Font Bernard. En vista de ello, había proclamado en varios artículos el mismo credo pesimista, profundamente desengañado “ ahora que el país semeja una alcantarilla de inmundicias, y las nuevas generaciones necesitan volver sus caras al pasado, en la búsqueda de fuentes de inspiración y de conducta” deberían inspirarse en el estoicismo de don Américo.

La otra carilla de su pensamiento era el abandono de las antiguas trincheras.

En el Gobierno de los doce años, cuando se hallaba en el círculo del poder, pudo suscribir el testamento de la última elección de Mitterand: “ nosotros no somos los buenos ni ellos son los malos, incluso si ellos consideran que nosotros somos los malos y ellos los buenos”. El país tiene que unirse para enfrentar males que pueden sepultarlo y para sobrevivir a los grandes desafíos. Adiós, don Ramón, echaremos de menos su buen talante, su ramo de olivo, su socrática sabiduría y sus hallazgos.

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