Racismo 01: Los ojos de la mama, y los de la nana

Racismo 01: Los ojos de la mama, y los de la nana

Mi padre contaba acerca de  un concurso realizado en Europa para establecer qué era lo más bello del mundo, declarándose ganador al que dijo: “Los ojos de mi madre”.   Cosa irrebatible, porque lo bello es definido como lo que a la vista agrada. De manera que lo hermoso suele ser algo familiar y que se aprende  también en el barrio, la escuela, el cine y otros medios de comunicación y aprendizaje. “Los ojos son el espejo del alma”. Expresan nuestras emociones y sentimientos, probablemente mejor que cualesquiera otros órganos y miembros.

Es en los ojos de la madre, en sus párpados, en los pliegues de su rostro y sus músculos faciales en donde se aprende a leer la vida, lo que es bueno y agradable, lo peligroso, lo prohibido. También en el de papá, los hermanos, y todos los que nos rodean tempranamente. Entre el niño y la madre existe un “cordón” visual por donde él inhala su primera identidad, como proyección bío-psico-espiritual del ser de ella.

Pero también existe la nana, la niñera que ayuda a criarlo y a lactarlo. El niño blanco también aprende el amor y la ternura en el rostro de la nana. Una película angloamericana narra cómo el blanco, ya adulto, venga enardecido el asesinato de su nana negra por unos mercenarios blancos. La familiaridad con determinados rasgos y expresiones faciales y corporales nos permite comunicarnos con mayor facilidad. “Nadie conocía mejor que yo lo que mi hermano quiere  significar con ese gesto”, dice Junot Díaz, en una narración.

Por lo mismo, resulta menos fácil comprender gestos y actitudes de extraños, especialmente si tienen color de piel y facciones muy diferentes a nosotros. Cuando el extraño no habla nuestro idioma suele haber temor, suspicacia. Vargas Llosa, en El Sueño del Celta, dice: “…Oírlo chapurrear su lengua le daba cierta confianza a los indígenas”.

También es usual que una persona no habituada a interactuar con otras de determinada raza o cultura tenga dificultad para diferenciarlas y, desde luego, para confiar en ellas. Algo menos si acostumbremos a verlos en cine o televisión. Cuando niños solíamos imitar los gestos de Cantinflas y hablar mejicano y argentino, porque veíamos sus películas. Y por lo mismo, admirábamos a Douglas y amábamos a Marylin. Los patrones de belleza los establece la cultura dominante. Ser negro, amarillo o mulato nunca fueron símbolos de status para los muchachos de clase media. Pero, rigurosamente, se nos enseñaba a respetarlos, y a los que eran familiares o amigos, inevitablemente, a amarlos. De eso seguiremos hablando, porque será un tema nacional de extrema importancia y de mucho cuidado. Por muchos años.

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