Radhamés como ejemplo

Radhamés como ejemplo

UBI RIVAS
Confieso que leer la entrevista, muy rara en él, que concediera Radhamés Gómez Pepín a El Caribe, el día cinco del presente mes de septiembre, invertí el doble de tiempo normal, porque secarme las lágrimas me impidió apurarla de un tranco.

Para el suscrito Radhamés, dentro o fuera del periodismo, es un ícono, un ser que he amado desde mi niñez, a quien siempre he tolerado sus resabios, paciente, retirándome de su vera silencioso, sin protestarle nunca, cabizbajo pero sin renunciar nunca al caudal de mi cariño hacia él.

Los reporteros de El Nacional no salen de su asombro por el trato filial que observan entre Radhamés y el suscrito en el pleno de la redacción de El Nacional.

Es que nuestros padres residían unos frente a otros en la entonces avenida generalísimo Trujillo del Primer Santiago de América, hoy hermanas Mirabal, pero que algún día, cuando se haga justicia, tendrá que llamarse Pedro Manuel Hungría, porque fue ese munícipe fino y distinguido, bohemio e inofensivo, quien sembró los robles y flamboyanes, construyó canalitos para mejorar sus troncos por gravedad, y para más señas, tenía su casita de bohemia en esa vía.

Allí don Pedro se reunía con Piro Valerio, Chencho Pereyra, Buruta Muñoz, Pululo, Luis García, Diógenes Silva, es decir, la bohemia de Santiago de los años 40 y 50 de la centuria pasada, para «pasarle revista» al romance.

Cuando Radhamés ingresó al periodismo y el suscrito era un niño, expresé a mis padres que quería, cuando fuese «grande» (mayor de edad) ser como Radhamés. Y así ha sido, aunque muy lejos de su grandeza como comunicador y su dimensión humana también.

El fue mi primigenia fuente nutricia e inspirativa para decidirme a convertirme algún día en comunicador, auxiliado por los soportes balbucientes de los grandes cronistas deportivos del momento, Arthur Daley, Grantland Rice y Bob Considine, articulistas fijos de El Caribe en esa época y de

Miguel Angel Peguero en su columna con los Spikes en Alto y Julio González Herrera con su Robando las Bases con mis Ideas.

Radhamés hizo pininos no en El Caribe, donde ingresó en 1956, sino en La Información, donde realmente debutó en la comunicación dos años antes, y hacia donde lo condujo su progenitor, don Ramón Gómez, redactor del decano del periodismo cibaeño.

Cuando mostré a Radhamés mis primeras elucubraciones, con la  franqueza que le es característica y proverbial, sinónimo de su honradez en todas las facetas de su vida, me confesó que no lo entendía, por que mezclaba mucha literatura al margen del espíritu escueto de la noticia, que para él constituye la base de la información.

Apenas si contaba con 20 años de edad, y hoy, a medio siglo de iniciar esos ajetreos inspirado por Radhamés, no solamente he cultivado la reverencia por su afecto, sino que le sigo y obedezco en cuantas sugerencias me expresa, como la última, cuando le mostré la metida de pata honda en que incurrió un alto funcionario de este gobierno y me pidió no la comentara, porque la haría daño.

Ese es Radhamés Gómez Pepín, malas pulgas impenitente, rosca izquierda le definen con pocos, pero incapaz de adrede, incurrir en dañar una reputación y apresurarse a desmontar una cuando percibe en derredor que alguien pretende materializarla.

Claro que aprendió muchísimo de Rafael Herrera Cabral y de Germán Ornes Coiscou, dos gigantes de la comunicación insuperables, pero también él hizo su propia escuela, método, con la cantera de sus experiencias, su prudencia, inteligencia y gran mesura.

«Eso es lo que yo cuido, no ofender la honestidad de nadie, no, no. La libertad de prensa no es para eso».

El estilo, en definitiva, es el hombre, y Radhamés es un gran hombre y un comunicador de excepción y si no lo llevo en la sangre, lo llevo en el alma.

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