POR MU-KIEN ADRIANA SANG
Una larga noche de espera y sufrimientos precedió la llegada de Rafael Eduardo. Dolores consecutivos anunciaban constantemente su inminente nacimiento. En la madrugada, después de muchas horas que se hicieron eternas, de sueños contenidos y de ansiedades reprimidas, el grito de un niño asustado anunció su feliz entrada a nuestro pequeño – gran mundo. La extensión de nuestra familia se materializaba.
Cuando lo vi por primera vez me pareció tan frágil y tan bello. Dormía plácidamente ajeno al bullicio que lo rodeaba. Los orgullosos y primerizos padres olvidaron el cansancio y lo miraban con alegría. Su madre preguntaba constantemente si el niño estaba bien y completo. Los abuelos estábamos silenciosos mirando con agrado y ternura la escena. Su tía paterna caminaba por la habitación para disfrutar al bebé y mirarlo desde todos los ángulos. El fruto del amor yacía en su cuna, viviendo las primeras horas de su existencia.
Cuando lo tuve en mis brazos, la emoción nubló mis sentidos. Aquel cuerpecito caliente se aferraba a mi hombro. Su olor de recién nacido llenó de alegría el momento. Su cabeza ladeada junto a la mía, me hizo sentir la dicha de palpar y ser parte de esa nueva vida que se inicia. Sentí que las lágrimas corrían por mis mejillas. Absorta y envuelta en mis sentimientos no me percaté que movía su cabecita y que gritaba buscando alimento. Tuvieron que advertirme para entregarle el pedacito de cielo a su madre.
Hoy Rafael Eduardo ha alcanzado los 60 días de haber venido al mundo. Cada gesto, cada gemido, cada patada, cada movimiento, cada lágrima y cada sonrisa suya es un motivo de regocijo para todos.
No importa cuán ocupada esté; no importa a cuántas presiones laborales tenga que responder; no importa si no se ha hecho el artículo de este Encuentro; no importa si en la casa se impone ir al supermercado o si hacen falta varias reparaciones. Nada es más importante que tomar el tiempo necesario para verlo. Nada puede sustituir la emoción y la alegría cuando lo tomo entre mis brazos, lo coloco sobre mi pecho y siento sus pequeños brazos apoyarse sobre mi hombro. Nada es más importante que disfrutar de ese maravilloso momento de ternura.
Cuando le canto para dormirlo, cuando lo arrullo con el murmullo de mi voz, pienso en él y en su futuro. ¿Cómo será este nieto mío cuando tenga unos años? ¿Podrá pronunciar la palabra abuela, o tendrá que recurrir a los diminutivos obligados de los niños que aprenden a balbucear? ¿Será parlanchín y juguetón? ¿Desordenado? ¿Será travieso mi niño? ¿Querrá compartir sus juegos con los amiguitos? ¿Será obediente? ¿Y cuándo crezca? ¿Cómo será Rafael Eduardo?
Dios y el destino me han regalado la oportunidad de ver nacer, crecer y acompañar una existencia. Lo amaba antes de haber nacido. Lo esperábamos con alegría. Al llegar a nuestras vidas las ha transformado.
Hace unos años pensaba que el éxito profesional era lo primordial en la vida, hoy creo, que lo más importante es ser feliz. Quisiera que Rafael Eduardo no sufra como yo lo hice, pues buscando alcanzar los objetivos que me tracé en la vida, muchas veces, la mayoría de las veces, me olvidé de disfrutar de las pequeñas cosas.
Creo sin embargo, que hay que dejarle hacer su propio camino. Acompañarlo en su trayecto, sin imponerle nuestras propias vivencias ni creencias. Solo quiero que Rafael Eduardo sea un niño feliz, que se sepa amado y acompañado. Que sus abuelos formamos parte de su pequeño universo, y que nuestra misión es amarlo sin condiciones.