Rafael Leonidas Trujillo

Rafael Leonidas Trujillo

FERNANDO INFANTE
La llegada del general Trujillo al poder estuvo envuelta en amplias expectativas optimistas y esperanzadoras que la ciudadanía y la masa rural se formó alrededor suyo. La República atravesaba por un período de frustración y desencanto por la crisis económica que la flagelaba; el desorden político y la apatía social en que había devenido durante el último lustro de la década de los años veinte.

Una pobreza generalizada se imponía por rigor hasta en detalles dramáticos, como ocurría en la Línea Noroeste donde debido a una larga y fuerte sequía se había formado un cuadro de desolación por aquella zona. Allí la gente se desplazaba de un lugar a otro sin encontrar alivio a sus penurias; incluso la escasez de agua llegó a ser tan precaria que los campesinos guardaban para el día siguiente el líquido donde habían hervido las batatas para usarla al día siguiente de nuevo.

Una pobre mujer, desesperada por la situación mató la perrita de sus hijos y se la dio a comer al no recibir un crédito de diez centavos en la pulpería para comprar arroz y aceite.

Este hecho de crudeza extrema denunciado por un reportero sacudió la conciencia oficial y desde Tamboril fueron enviados camiones cargados de víveres a la zona de la hambruna.

Los pordioseros formaban nutridas legiones con sus rámpanos escoltados por nubes de mimes; sus cojeras, sus mutilaciones y sus muletas, recorriendo las calles como miserable cortejo. En Santiago hasta ocupaban los escalones de entrada a muchas residencias para desesperación de sus inquilinos, desde donde importunaban al caminante por una dádiva.

En la capital, esa corte milagrosa, hedionda y enferma aumentada por muchos que llegaban de Haití apenas les permitía a los escasos turistas que llegaban, recorrer los lugares de interés, siguiéndolos en un intenso coro de plañideros que alcanzaban una proporción de veinte por cada turista.

El Club Unión y el hotel Fausto, símbolos de pasada opulencia se encontraban en franca decadencia y hasta la cuota mensual para los socios del aristocrático centro social fue rebajada a dos pesos para éstos pudieran ponerse al día en un esfuerzo por aumentar la recaudación y mantenerse abierto.

A todo esto se agregaba la especulación y escasez. El precio de la carne se hizo inalcanzable para la generalidad de los capitalenses que tenían que acudir a comprarla a traficantes clandestinos quienes la introducían por las noches y la vendían con sigilo casa por casa, debido a que en el mercado la libra de filete llegó a costar treinta centavos, precio inaccesible para la mayoría de las familias.

La ciudad de Santo Domingo con grandes lagunas, una en la calle César Nicolás Penson y otra en la 16 de Agosto y avenida Mella era lugar insalubre y deprimente. Sus calles principales sin aceras ni pavimento, bordeadas por la maleza eran la imagen del abandono. Hasta la calle Doctor Báez que conduce a la Mansión Presidencial con una enorme zanja en el medio era imposible de transitar. La calle Duarte, hoy 30 de Marzo, por ejemplo, mostraba tal deterioro que llegar desde el parque Independencia hasta el aeropuerto de Miraflores en automóvil significaba cerca de dos horas de viaje.

En medio de ese panorama de abatimiento y falta de energía vital, el quehacer político había vuelto a la estridencia y egoísmo que había sido norma antes de la ocupación, por tanto, no debía resultar extraño que la candidatura del general Trujillo encontrara no sólo un vasto entusiasmo popular, como lo observó el joven y prestigioso abogado Arturo Napoleón Alvarez en un recorrido que hizo junto a los candidatos de la Confederación por los pueblos del Norte y Noroeste del país, donde el clamor a favor de Trujillo y Estrella Ureña se expresaba como una sola voz. Y en la capital, la intelectualidad más respetada también se adhirió públicamente a esa candidatura con entusiasmo, como lo hicieron Federico Henríquez y Carvajal, Américo Lugo, Max Henríquez Ureña, Tomás Pérez, Leoncio Ramos y Andrés Avelino, entre otros hombres de valor moral reconocidos.

Esos son solo algunos aspectos de la sociedad dominicana de la época que deben ser tenidos en cuenta para acometer la tarea de estudiar con profundidad las causas que llevaron a Trujillo al poder.

La gente que pertenece a los nuevos tiempos percibe que ha faltado el rigor en el análisis de la Era de Trujillo, que en la mayoría de los textos no tienen fortaleza la sobriedad y el celo para llegar a conclusiones serenas de ese espectacular momento nacional que sucumbió en 1961. Resaltan por escasos los altares que en sus trabajos se han sobrepuesto a sus propias experiencias de aquella época o las que pudieran haber sufrido los suyos, para contribuir al conocimiento de ese régimen en su justa perspectiva histórica y sociológica, sin el lastre de sus propias valoraciones éticas.

La pasión que tanto generó Trujillo en vida, más bien ha aumentado después de su muerte, según se encuentra en la carga personal e individual que le ha sido atribuía en cuanto a perversidades y truculencias en su ejercicio de gobierno despótico en la mayoría de la voluminosidad bibliografía que se ha acumulado del discutido y recio gobernante, algo que debe haber resultado muy grato para la sociedad dominicana y particularmente para un sector de abrumadora influencia espiritual, porque con esa visión sesgada en que ha sido enfocada la Era de Trujillo y su artífice, pueden sentirse aliviados de sus responsabilidades en la elevación y sostenimiento de esa figura de dramáticas dimensiones que fue Rafael Leonidas Trujillo Molina.

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