POR ÁNGELA PEÑA
Vivió una niñez tan precaria que desde niño debió lanzarse a las calles de Santiago a vender pastelitos y plátanos maduros para sobrevivir junto a su madre. Llora cuando evoca el resignado gesto de doña Francisca Emelinda Gómez rompiendo la sábana blanca para cubrir su desnudez cosiéndole dos camisas blancas necesarias.
En tributo a su noble acción, don Ramón Antonio Gómez siempre ha usado esa pieza de vestir en el mismo color que aquellas que confeccionaron las abnegadas manos.
Es un símbolo de trabajo, honestidad, eficiencia, superación. Muchos lo consideran superdotado y otros definen su impresionante capacidad para la escritura como un arte. Estos atributos le hicieron escalar posiciones que no imaginó en esa infancia de privaciones y miseria. Llegó a la administración pública en 1945 alimentando con hierba de guinea el caballo o la mula del inspector de Educación, que llevaba desde Mao hasta Palo Amarillo, y distribuyendo la correspondencia interna por seis pesos mensuales que eran entonces el único sustento de él, hijo único, y de la afanosa costurera santiaguense.
Después fue secretario de la sindicatura, la gobernación, la Procuraduría Fiscal, administrador del hospital de Seguros Sociales hasta llegar a diputado en el periodo 1966-1970. Pero en el ínterin fue miembro de casi todas las asociaciones culturales y sociales de Valverde, a donde se trasladó doña «Melín» en busca de mejor vida, y llegó hasta a ser postulado para síndico. Tal ha sido el ejemplo de su proceder digno, que esta ciudad lo ha acogido como su hijo. Durante dieciocho años, desde 1972, ha prestado servicios honoríficos al ayuntamiento y es un firme colaborador de múltiples instituciones caritativas, históricas y de desarrollo de esa provincia.
Allí no sólo es admirado y reconocido por sus casi cincuenta años de servidor público eficiente e incorruptible sino porque desde muy joven se convirtió en portavoz de sentimientos de amores y desventuras, de reclamos, peticiones, alegrías, dolores, buenas y malas nuevas: era el escribiente del pueblo, buscado por iletrados y profesionales de todas las carreras que demandaban su original redacción y fino estilo, la magia que imprimía al mensaje, la excelencia de un contenido que casi siempre provocaba respuestas positivas. «Mi padrino me decía: eres portador del arte epistolar. Muchas personas iban donde mí y me sorprendían, hasta el punto de que salí para Nueva York y desde allá le redactaba los discursos al síndico Andrés Rodríguez y se los enviaba a Mao», cuenta con expresión correcta, clara, precisa, sin afectaciones ni acento.
Refiere que la inspiración le llegaba cuando se sentaba frente a la maquinilla y que entre las muchas misivas que tecleaba había generalmente peticiones de artículos a Trujillo y otros trámites de la administración pública. Pero muchas damitas dieron el sí a sus pretendientes, conmovidas por la ternura de sus notas, al principio compuestas con tinta y pluma fuente.
Don Antonio, sin embargo, sólo llegó hasta el octavo curso. Pero fue la sensación en el Instituto Benefactor que dirigía Clemente Damico Reyes Báez, por la rapidez con que hacía sus prácticas y exámenes.
VIDA EN NUEVA YORK
Nació en Santiago el diecinueve de octubre de 1928. Su padre era Juan Bautista Guzmán. Desde 1964 está casado con Ana Silvia Reyes Güichardo. Es el padre de Rafael de Jesús, José de Jesús, Niove Birmania, Hamlin, Carlos Antonio, Emelinda y Karin Gómez.
Atribuye la cultura que exhibe a sus lecturas de libros y periódicos, a las posiciones ocupadas, al roce social. Hace pocos años, en una visita a su hija residente en Estados Unidos, se empeñó en estudiar inglés y logró graduarse, aunque llegaba a la casa a las diez de la noche, trasladándose desde Bronx hasta Manhattan.
Si no estuviera padeciendo de vértigo de Menier, hipertensión arterial, artrosis cervical y un grave problema óseo que a veces le postra en dolorosas y desesperantes crisis, tal vez don Ramón Antonio Gómez estaría sirviendo al país o buscando un nuevo aprendizaje que agregar a su currículum. «Pero ya es imposible, me he caído varias veces a causa de los mareos y casi siempre tengo las rodillas muy hinchadas», confiesa con la impotencia de sus setenta y siete años que, por suerte, le han respetado su memoria lúcida.
Este modelo de trabajo que sólo estuvo desempleado durante un mes por las intrigas de una amante de Petán Trujillo, se fue a Nueva York cuando descendía de su función más alta, la de diputado, a empacar muebles, pulir teléfonos viejos, «mapear» el piso de la compañía Green Point, recoger basura con un rastrillo, echarse al hombro toneladas de desperdicios de metal en una fábrica de candados, cerrojos y cerraduras.
Hoy lo que carga es la abrumadora lista de sus medicamentos y tratamientos porque a pesar de que en tres ocasiones la Honorable Cámara de Diputados le ha aprobado una pensión que supere la asignación ínfima de cuatro mil pesos que le pasa la Liga Municipal Dominicana, jamás se le ha concedido. Con las cartas enviadas por él a todas las instancias del poder, desde 1989, cuando se sancionó por primera vez favorablemente, hasta el pasado mes de febrero que rindió un pormenorizado informe de la situación al Presidente Leonel Fernández, se puede publicar un libro voluminoso que dejaría en suspenso a los lectores.
La ausencia de respuestas, las caídas de la ley, ya aprobada, representan un misterio inexplicable.
El consagrado servidor público que trabajó con suma honestidad y reconocida eficiencia y que desde su posición de diputado dice haber acudido en auxilio de sus representados más necesitados, sólo ha recibido innumerables diplomas, placas y homenajes de la comunidad maeña, que le profesa veneración y «un respeto y una consideración que no a todo el mundo se le dispensa, porque muchos así me tratan: Mi respeto, don Antonio».