Ramón Lacay Polanco

Ramón Lacay Polanco

FEDERICO JOVINE BERMÚDEZ
No sé en cuál de las cafeterías de la vieja ciudad lo conocimos. Pudo haber sido en El Democrático o en La Cafetera, donde habitualmente entrábamos a pesar de nuestra edad, a comprar café para el consumo de la casa. O tal vez más adelante post adolescentes en el Jai-Alai, o en el bar que poseía Vicioso, en el local donde ahora queda La Nacional de Ahorros, y que fue quebrado, además de por una gran parte del público, por dos de sus cuñados.

Pero cualesquiera que haya sido el lugar, debe usted saber que ya Ramón Lacay Polanco brillaba con luz propia a pesar de ser como la mayoría de los intelectuales de ese momento, un defensor y sostenedor de la tiranía; esto que usted va a oír puede decírselo a cualquiera, porque lo que le pasó a Lacay fue que a la muerte de Manuel Arturo Peña Battle, de quien era reverente acólito, el universo que le protegía colapsó y él sin fuerzas para hacerle frente a las jaurías que le adversaban por su ligazón con el impepinable Chilo, tuvo que abrazarse al trujillismo con armas y bagajes, al igual que los otros.

La diferencia fue la ingesta de alcohol; mientras en aquellos el ron se hacía presente en los pequeños cenáculos donde a veces compartían tibios comentarios acerca del régimen; en Ramón Lacay Polanco el wisky pasó a ser factor de ostentación de un trujillismo a ultranza, puesto que la mano que ahora le proveía, estaba asaz cargada de dádivas y favores a favor de todo aeda suplicante. Así se le vio enhiesto en el punto más elevado del diarismo nacional donde su clara inteligencia lo llevó a convertirse en árbitro y actor en la defensa de buena parte de los años finales de la tiranía; lo que al ser advertido le hizo sumirse en una etapa de desesperación que le hizo incursionar decididamente en el sendero que conduce al delirium tremens y a los parásitos artificiales; sin ningún tipo de remedio porque él era muy listo y cuerdo para acudir a un siquiatra.

La imagen de Ramón Lacay Polanco en el suelo soportando la vindicta del cadenazo realizador, es inolvidable y trágica; porque hubo durante el curso de La Era, empresarios serios, generales dignos, hombres «probos» y damas «prestantes» que tejieron junto a Trujillo el abominable telón tras el cual la moral y la decencia dejaron de existir, involucrados en el íntimo círculo en que el generalísimo les arrojaba vómitos y deyecciones y para ninguno de éstos hubo castigos, ni nunca fueron molestados. Por eso los escritores dominicanos, que sobrepasaron La Era maldita y los que surgimos luego de su estrepitosa caída rendimos la lealtad de nuestro silencio en torno a aquél bochornoso espectáculo, dándole cabida en términos de igual a aquél buen amigo que pasó el resto de sus días pugnando por evadirse de a triste condición de dipsómano irrenunciable, en aras de lo cual fue abdicando la calidad de todos los hombres que pudo ser; de todos los libros que pudo escribir; de las charlas que debió haber dictado; de la esposa que debió mantener contra viento y marea y de los hijos que debió crear y soportar a su lado, hasta que ellos por su propio y espontánea voluntad, escaparan del hogar como las aves que vuelan lejos de su nido. Pero duerme tranquilo Ramón Lacay adonde quiera que te encuentres ahora que tus verdaderos amigos, además de amarte aún percibimos la eterna luz de tu sonrisa.

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