El maestro debía llegar a eso de las 5 de la tarde. Joaquín Basanta lo esperaba con la jovialidad y la admiración de siempre. Corrían los duros años 70. Esta parte de la historia escapa a los propietarios espirituales de Ramón Oviedo, versión 2004.
Porque en esta historia los traficantes de oportunidades y miserias coyunturales no caben, es una historia muy sentida, de ese Oviedo que todavía algunos atesoramos, sin frivolidades, exotismos hueros o hipocresías de corte teatral muy tarfufianas, esos en esta historia, lo repito, no caben.
Entonces, recuerdo: Oviedo con gusto coordinaba con quien escribe los elementos temáticos de los afiches del Grupo de Experimentación Sonoro Visual, Nueva Forma (*).
La conciencia del valor del maestro siempre estuvo ahí, su militancia encendida y no panfletaria, porque eso también hay que decirlo, animaba en los que éramos jóvenes entonces la visión y la posibilidad de que un artista inmerso en la conciencia extrema de los valores sociales podía ser un gran esteta, brillante, onírico, delirante.
Porque en aquellos momentos, la apuesta estética si no era auténtica del yo del artista, quedaba en la sombra de lo pasajero, lo trivial comprometido…
Ello es importante, porque aquellos tiempos no eran de esteticismo, todo lo contrario: había un aire de panfletarismo y arte de emergencia justificado, que al cabo del tiempo solo nos ha dejado, a veces , lo mejor y toda la cháchara vocinglera sin vocación real, quedó en el aire del tiempo vengador que va separando, como viento justiciero y silente, las nubes perecederas de las imperecederas.
Verdugo moral en hogaño como en antaño, el tiempo todo lo ha decantado, de modo oportuno e irremediable.
Todos los que hemos conocido México, la obra de los muralistas mexicanos en particular (Juan Bosch fue uno de los primeros en hacer estas comparaciones, los hermanos Tolentino, Hugo y Mario, Joaquín Basanta y todo aquel grupo de la arcadia de Juan Dolio, donde Yolanda y Johnny Naranjo eran anfitriones excepcionales), sabemos bien que para un dominicano sensible, las referencias comparativas, remitían a la de obra de Ramón Oviedo en República Dominicana, por todos los lados.
Seamos sensatos, miremos con humildad crítica que el tiempo en materia de conocimiento y el descubrimiento pictórico cuenta mucho, la sensibilidad de la nueva mirada, viene y aporta su visión, se asimila a las emociones que ya otros hemos vivido y el consenso emotivo crece en la justeza del llamado alerta de la observación, sigilosa y placentera.
Efraim Castillo, de su lado hizo de Ramón Oviedo la bi mirada, lo vio dos veces, en un contrapunto nuevo: había conocido en plena faena al cartelista, al dibujante y al gran artista.
Dejó testimonio de esas hondas sensaciones en un libro titulado: Oviedo 25 años: trascendencia visual de una historia, Amigos del Hogar, septiembre del 1988.
En ese libro, hay un prologo de Arnulfo Soto, que da cuenta con gran entusiasmo y devoción, de lo que para él ha significado la obra de Ramón Oviedo.
No conforme con la escritura literaria, Castillo realizó un documental titulado: una estética sin fronteras.
En República Dominicana, a lo largo de décadas, especialmente desde 1970, Ramón Oviedo ha sido un artista venerado por la crítica nacional y no me interesan las condecoraciones oficiales, para mi no cuentan, porque lo que un artista es, no es el Estado en ese territorio de complicidades borrascosas, quien debe recuperarlo.
Pedro René Contín Aybar, Maria Ugarte, Manuel Valleperes, Aida Cartagena Portalatin, Jeannette Miller, todos celebraron los acierto de sus obras.
Puedo dar fe de que a Ramón Oviedo nadie le ha negado el alto sitial que se ganó con su talento, inspiró otro libro de la autoría de Marianne Tolentino: Oviedo, un pintor ante la historia, Amigos Del Hogar, 1999.
Hemos celebrado su fuerza, hemos celebrado su humanidad, su derroche técnico, su fabulosa orgía de colores, hemos celebrado hasta la necesidad aciaga de su militancia, aun cuando no haya coincidido con la nuestra..
Ni con carabelas ni galeones de plásticos, cuartas o quintos, descubrimos otra cultura.
Se adentra en ella sabiendo que hay ciudadelas de membranas, sístoles y diástoles en guardia, que han dormido a lo largo de todo este tiempo, como centinelas encantados al lado de esa obra.
Las apropiaciones se hacen con el tiempo, en la delicadeza de compartir secretos de todas las miradas, con el cariño que la sutil descalificación aparta del camino.
Quienes hemos conocido la obra de Ramón Oviedo, no de modo tardío, siempre supimos que un lugar en el exterior tenía, como lo tenía Jaime Colson, como debería tener Ada Balcacer, como lo obtuvo Ivan Tovar, como lo debió tener Ramírez Conde o el deslumbrante y tropicalísimo, alucinado de ciudad vieja: Gilberto Hernández Ortega.
Nuestros dolores, harto sentido y conocido lo tenemos: en la triste llaga de las grandes ayudas estatales, a conciencia del valor de nuestros artistas, alejemos el cáliz del limón advenedizo e inoportuno.
En las oscuras fortunas horteras, rodante en estas calles de Dios, en el sagrado orgullo del analfabetismo integral, fruto del trajín politiquero de estas décadas, ahí estaba el capital para hacer la labor, tardía, de gritar al exterior la fuerza de talentos en desafío a las edades altas.
La obra de Ramón Oviedo, no es de décadas, las rompe, las hace trizas con el imperio de una región de sensibilidad imaginativa, que pasma el tiempo y sus leyes inexorables.
[b]LIENZO Y PAPEL: Oviedo, la obra o la trascendencia de las décadas[/b]
Las obras pasionales, repletas de símbolos, confiadas en la revolución intensa del color, pasan por los años dejando huellas fundamentales en la rara memoria pictórica de un país, que la mayoría de las veces adolece de memoria.
Aunque espacio no sobra para hacer ese recorrido de décadas en la obra de Ramón Oviedo, justamente en 1994, al regersar al país, desde el Salon de Arte y Arquitectura, desaparecido, volví a entrar en contacto con esa obra. Antes la había dejado hacia 1970 y 1990.
En los procesos en que el artista redescubre la vida, y lo hace con una fresca y estridente alborada de rojos cuya fiesta de la vida devoran de contento, aunque en el drama, el lienzo revelaba una suerte de angustia existencial que circundaba al artista.
Aquella celebración íntima, desatada en torsos y figuras anátomicas en la busqueda de una geometría escultórica, hacian de la obra de Oviedo un canto universal a la experesión existencial del hombre…
Entre periodos, el maestro impuso colores, dejando una clave para entender cuando liberaba las angustías que le habían estremecido, por eso he preferido ilustrar este espacio, dos veces con este cuadro cuyo título, de modo discreto nos insinuaba un dilema de tránsitos, de ideas y regreso, en lo que podemos colegir y extrapolar que los tránsitos terrenales se mezclan con otros retornos: uno que va otro que viene (1974).
Oviedo se convierte en un Centauro, cercado en el ruedo del vivir o no vivir, su existencia pródiga da frutos artísticos, se resiste al sacrificio prematuro: composición, volumetría, figuras, esquemas casi como murales de tela, hacen temblar paredes como gran homenaje y auto defensa al irreversible asomo del dolor.
Oviedo necesita, en su obvio desafio humano a lo desconocido en el torrente de su aura vital, una urgente reafirmación sicológica en su canto vertical, hacia y con la vida, a pesar de los recios avatares.
Ilusionado sabe que la obra lo espera y los amigos también, Joaquín Basanta se lo advierte y lo celebra.
Negadas a ser viudas o huérfanas, las telas montadas en el caballete aguardan. Finamente, la vida vence, Oviedo con ella y también su pintura, la que en silencio, ha memorizado en el escenario del drama, la voluntad de un artista, para nacer de nuevo en el umbral tumultuoso, del mar vida, sueños.
La obra se agigantó, buscó espacios, el maestro dibujó con la certeza de una inspiracion en cuya reciedumbre el talento traslucía una disciplina plena de ilusiones y esperanzas, esfuerzo incansable, entusiasmo de hacer la obra con la intuición de una proyección lúcida y trascendente.
Me niego a hablar de décadas en Ramón Oviedo.
Sé que pueden haber preferencia en un prolífico pintor que llega a los 80 años, pero nadie puede vaticinar todavía su última década, en el ahínco que le hemos conocido, sabemos bien, que mientras el viva, habrá osadías y pinturas, caballetes y manchas, inicios humedos de figuras como enigmas.
Si en la restrospección de la obra me resago, si soy capaz de mirar hacia todas las décadas y pararme en una regocijandome de las otras (donde el estallido del color asalta pupilas inocentes), es porque los cuadros tienen vida propia y vida en la vida cotidiana de los seres humanos; aparentemente mudos, calmados en ese pequeño universo fijo de pared contemplativa, nos persiguen la memoria y se quedan con nosotros.
Mas de una vez, aquel rojo Oviedo asaltó mis sueños, las figuras haciendo trapecios en el lienzo, sin rostros y con rostros, alargados brazos de cuellos con sed de agua de vida, se pasearon en la alfombra onirica de esos años especiales en su obra.
Evolucioné con el, es cierto, pero tengo predilección por aquel tiempo y su obra.
De igual modo, recuerdo que hacia 1992 los indios se pusieron de moda, quinientos años después. Algunas interpretaciones históricas extraviadas crearon la cresta de una ola donde se deslizó un arte reinvindicativo y de oportunidad, que al pasar el 1992 no tendría trayectoria y mucho menos, memoria propia.
Pasada la moda del tainismo, con estas dos obras: Los Desbarrigados del Capitán Salamanca y Víctima de un Becerrillo (1994), Oviedo toma el tema y lo trabaja a su modo. No imita directamente los símbolos tainos, los recrea y en su mejor estilo hace dos telas magníficas, que no dejan de tener su sello y estilo ya particular.
En la deformación de los símbolos originales conocidos, altera el espacio para hacer su obra dentro de la más estricta autonomía sin escudarse en la simpleza de los símbolos por los símbolos. Ahora sus telas viajan hacia otros lugares, si es un trabajo de ruptura, eso habrá que tomar el tiempo suficiente para determinarlo, pero lo cierto es que estos cuadros no son el Oviedo común, que todo el mundo puedo conocer inmediatamente.
Precolombino y coantemporáneo, firme y estético (rojo opaco como la sangre vieja, blanco famélico para las osamentas flotantes de la vieja historia) Oviedo sorprende y entusiasma, mostrando una vitalidad creadora en este nuevo repunte de su obra que a todos nos llena de admiración y recogimiento.
Las constantes no han cambiado, en cambio, el color anuncia sus tendencias de emociones, su silencio y su mirada de grandes dimensiones…
Si hacia estos años las figuras humanas a veces desaparecieron, se cambiaron por Galimatías y abstracciones ricas en forma, ondulantes, variadas en matices cromáticos, ejes de telas inmensas, bien medidas en sus expresiones gráficas.
No abandonó el misterio, dejo ciertas grutas en los lienzos como laberintos individuales, furnias inescrutables que alertaban sobre su inagotable poder de imaginación.
Identificable su universo, amplio como su mundo de demiurgo terrenal, Ramón Oviedo, aun promete, con la profundidad del filosofo que no amenaza con retiro, lienzos que podrán darnos excelentes sorpresas, juro que así lo añoro.
* Nueva forma fue un grupo de experimentación sonora y visual de la década del 70 compuesto por Sonia Silvestre, Soledad Alvarez, Víctor Cruz, Ismael Guante, Otto Fernández, Orlando Herrera, Víctor J. Víctor Tommy García, Luis Tomás Oviedo y Carlos Francisco Elías. Este grupo se reunía en la casa de Milagros Ortiz Bosch y Joaquín Basanta, quien hizo de mecenas en dicho grupo.