Realengos en la política

Realengos en la política

HAMLET HERMANN
Estos son tiempos en los que recuerdo a menudo las artes manuales de Dilia Peña, mi abuela materna. Ella solía hacer cubrecamas a partir de pequeños recortes de tela, cada uno de los cuales hilvanaba como un capullo. Luego cosía uno con otro y formaba así un cobertor que pasaba a convertirse en el principal adorno de cada dormitorio de la casa.

Resultaba espectacular por la diversidad de los coloridos retazos de tela. Pero no servía para abrigarse en las noches frescas. La abundancia de realengos, los espacios vacíos que se formaban entre capullos, hacía que engalanara, pero no que abrigara.

El recuerdo de infancia asalta mi memoria mientras contemplo cómo por décadas se ha venido administrando el país. Gobernar bien no es tarea fácil. Administrar el Estado tiene que ver con dirigir una colectividad humana de manera que ésta tenga una vida de calidad. Para eso hay que dictar disposiciones que involucran a mucha gente. Y esas decisiones tienen que ser bien pensadas. Además, se debe contar con credibilidad y respeto para poderlas cumplir.

Eso evita que se tenga que dar marcha atrás luego que se pongan en vigencia. En resumen, para gobernar hay que contar con credibilidad, con capacidad gerencial e inteligencia, así como con firmeza para mantener las decisiones.

El primer problema de los gobiernos que hemos tenido es la falta de credibilidad. El dominicano hace tiempo que dejó de creer en políticos y en gobernantes. Tan grandes han sido los engaños de que ha sido víctima que desconfía de cuanto funcionario se trepa en el Palacio Nacional, en el Congreso o en cualquiera de las cúpulas partidarias. ¿Cómo podría justificarse que siendo el país de mayor crecimiento económico en el continente, la pobreza haya aumentado como nunca antes en la década reciente? Ante esta realidad, los gobiernos pierden la credibilidad, mientras el pueblo va disminuyendo la credulidad.

Entonces, si el pueblo no cree en los políticos, por vía de consecuencia, le ha perdido el respeto a los gobiernos.

Gran parte de ese resultado se debe a que los funcionarios no predican con el ejemplo. ¿Cómo puede un ciudadano admitir que le aumenten los impuestos si el gobierno no ha sido capaz de reducir los gastos generales ni la nómina?

¿Cómo pueden los políticos pedirle a la ciudadanía que ahorre combustible si el despilfarro gubernamental no puede ser disimulado siquiera? El pueblo empezará a economizar cuando los gobiernos demuestren con hechos irrebatibles que mantienen baja la nómina y que prohíben terminantemente las caravanas de lujosos vehículos oficiales. El único camino que les queda para ganarse el respeto de los demás es el de ser ejemplares, vale decir, dignos de ser imitados.

Para gritar consignas en una campaña no hace falta preparación alguna pero para administrar el Estado se requiere de un mínimo de capacidad gerencial y un máximo de honestidad. No habría estado de más que los Presidentes hubieran llevado la cuenta de los “errores accidentales” de los funcionarios. Podría haberse descubierto entonces que de tanto equivocarse algunos han establecido como norma los “errores sistemáticos”. Se equivocan las más de las veces, como si lo hicieran aposta. Cuando se aprenda que el gobierno es una empresa en la que sus gerentes no pueden, sistemáticamente, provocar perjuicios sociales y políticos, quizás avancemos.

Por cierto, la gente también le pierde la confianza a los gobiernos cuando perciben que dan un paso para adelante y dos pasos hacia atrás. Nada hay que provoque tanta desconfianza como la indecisión, sea esta aparente o real.

Una actitud vacilante y un evidente temor ante cualquier asomo de protesta, es difícil que ayuden a ganar el respaldo popular. Resulta inconcebible que algunas decisiones gubernamentales, a todas luces incoherentes, no encuentren firmes defensores ni siquiera entre los que la propusieron.

¿Ocurrirá eso porque antes de tomar una decisión no consultan ni siquiera entre ellos, ni hablan con los sectores que podrían resultar beneficiados o perjudicados?

¿Será que la indigencia intelectual ha hecho creer a algunos que son faraones, kaisers, califas o mandarines? ¿O prefieren practicar estilos de mando a control remoto, colocando a los gobiernos en el plano de los remiendos?

Mientras tanto, hay momentos en que a uno le da la impresión de que los espacios vacíos del gobierno parecen ser más abundantes que los capullos de retazos, como aquellos cubrecamas tejidos por mi abuela, que engalanaban pero no abrigaban.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas