Recemos por nuestros hijos

Recemos por nuestros hijos

La televisión llegó a República Dominicana cuando entrábamos en la pubertad. Los Dauhajre, don Salomón y su hija Victoria de Vidal fueron los primeros adquirientes en el sector en que vivíamos. Posteriormente compraron don Segundo Gómez y doña María.

Nosotros fuimos los últimos, pues mi madre se mostraba renuente a aceptar aquél aparato en la casa. En alguna revista internacional había leido que su pantalla emitía rayos que afectaban la salud humana, y se resistía a su compra.

¡Qué lejos se hallaba mamá de la realidad! No eran los rayos los que hacían daño, sino muchos contenidos de sus programas. Papá se impuso finalmente cuando al anochecer de un día, no aparecía mi hermano Antonio. Buscamos en el solar junto a la casa de los hermanos Flor y Rolando Martínez, asiento de travesuras de los muchachos del barrio. Subimos al pantalón de la José Reyes, en cuya plazuela se jugaban bolitas. De retorno a la casa, don Anís Vidal llamaba al saber del alboroto, para decirnos que Antonio comía tipile y quipes crudos, hechos por doña Victoria. Contemplaba además, junto a Waddy, Wadia, Anisito, María y Victoria, el espectáculo de Esther Valladares, Tony Curiel, Guarionex Aquino y Violeta Stephen.

La hermosa Esther Valladares era atrevida. Sus largos trajes tenían una apertura a medio muslo y con mucha coquetería colocaba sus piernas frente a las cámaras, para mostrar un poquitito de ellas.

Al día siguiente de aquella búsqueda papá llegó a la casa con uno de aquellos aparatos.

Para los gustos de la juventud de hoy, la inocua programación de aquellos días sería repugnante. Durante largo rato ponían la barra de concentración de señales, que se acompañaba de música culta, principalmente de autores como Peter I. Tchaichovsky. A las seis de la tarde, luego de escucharse el Himno Nacional, comenzaba un noticiario, seguido de los comentarios de J. A. Osorio Lizaraso o José Agustín Gacel. Una que otra vez se escuchaba la apagada voz de Gerardo Gallegos.

Media hora después venía el espectáculo artístico señalado, y posteriormente la versión televisada del muy conocido radioteatro de Macario y Felipa. Una película de Tom Mix precedía la media hora educativa de Juan Altagracia Bruno Pimentel, con preguntas y respuestas a cambio de premios diversos. Más tarde una película para adultos, casi siempre de producción mexicana o española y, al cierre, una edición del noticiario con fílmicas internacionales.

Con algunas variantes de uno a otro día, esa era la programación. Pero ¡cuánto atraía aquella pantalla! Hubo familias que adquirieron el aparato y cobraban cinco centavos a los vecinos para permitirles contemplar alguna película.

En la semana aniversario era distinto, sin embargo. La televisora iniciaba su programación al mediodía y se mantenía presentando artistas invitados hasta el último espectáculo en el radioteatro al aire libre, pasadas las diez de la noche.

Los doble sentido podían ser como aquellos de Pildorín de que en La Voz Dominicana todos volaban, «desde el menor hasta el mayor». Y nadie se extrañaba cuando Pildorín desaparecía de la programación hasta reaparecer días después más agudo y picaresco, aunque más cauto y más enjuto de lo que siempre fue.

La televisión, la música popular que se transmite por radio y televisión, los deslucidos chistes de comediantes sin gracia, las películas de manufactura estadounidense, todo apunta hacia el sexo en la época presente. Entre los mensajes no deseados que se cuelan en las direcciones electrónicas, llegan insinuaciones sobre la vida sexual. Y si fuere sexo natural no sería nada: el mundo de hoy aclama el sexo entre iguales y celebramos las uniones homosexuales.

Los reclamos por un mayor conocimiento y uso del cuerpo, despierta temprano el instinto que en los seres humanos es acto volitivo a diferencia de las especies inferiores. Y ese reclamo se hace presente por todos lados y en toda forma, para incentivar al morbo a los menores y al ansia a los adolescentes.

Ha despertado la líbido. Lo concupiscente ni es causa de vergüenza ni afrenta para quienes caen en el desenfreno. Y lo impropio es mantener una conducta de recato. Expresa mojigatería la lucha por mantener allende las puertas el devastador ataque contra la candidez e inocencia de las costumbres. ¡Qué atrasado es quien se amuralla e intenta quebrar lanzas contra el avance de la inmoralidad en todas sus manifestaciones!

Por ello, no queda sino rezar por nuestros hijos. Tratar de aconsejarlos. Procurar que nos escuchen, y que aprendan que la verdadera independencia del ser humano no radica en claudicar ante la conseja de los inmorales, sino ante el predominio de los principios. Pero ¡cuán dificultosa es la tarea! Por eso me pongo en lugar de aquellos padres que sufren las inconductas de sus hijos.

Me acongojo junto a aquellos que pese a todos los esfuerzos, han visto que los bastiones de una apropiada educación doméstica, cayeron abatidos por los arietes del mal. Y lamento la situación de cuantos, llegados a ese momento, han visto caer a sus vástagos, víctimas de una criminalidad que no parece arredrarse ante nada. Por ellos, y por todos nosotros y por nuestros hijos, ¡recemos! ¡Porque sólo Dios puede ampararnos en esta hora de incertidumbres y desenfreno!

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