Rechazo social

Rechazo social

Rememoré la aplicación del rechazo social como institución de las sociedades del ayer, por unas palabras de Vincho Castillo. El doctor Marino Vinicio Castillo, al parecer, aspira que este mecanismo de aislamiento social, que trasciende a la judicatura, no perezca. De igual manera alberga una recóndita esperanza de que exista entre los dominicanos, un elevado resto incontaminado. Ese resto, al que apeló Abraham ante Dios, debe generar una eclosión que rescate valores y principios éticos, que distinguieron a miles de dominicanos en el pasado.

La teoría del distinguido jurista culpa a los malos por supuesto, pero también a un enceguecedor espejismo. Sorprenden los brotes de criminalidad, tráfico de estupefacientes, malversación de recursos ajenos (por ser de propiedad colectiva y pública o privada). Es lo malo lo que sobresale, dijo, mientras comentaba la firma de un convenio entre UTESA y la entidad que preside. Y el mal, que ha inficionado importantes entidades o ha convencido y conquistado decisivas conductas, parece trascenderlo todo.

Ese rechazo social, empero, es de difícil aplicación. Los malos se han armado hasta los dientes de derechos y recursos jurídicos cuando aquellos no les funcionan. De manera que una institución escolar, verbigracia, que obstaculiza la inscripción del hijo de un maleante, puede caer en las redes de la justicia. Y por extraño que parezca, puede ser condenada.

A Rafael Leonidas Trujillo le impidieron ingresar al exclusivo Club Unión de Santo Domingo, por el voto negativo de uno de los integrantes de la directiva. Era entonces un prometedor brigadier (hoy, general de brigada) que soñó con codearse con la alta sociedad capitaleña. El recuerdo de los presentes en la sesión nunca esgrimieron, después de 1961, que él fue objetado por su origen social. Recordaron, en cambio, informaciones tal vez imprecisas pero insistentes, de acciones de abigeato y violaciones, cometidas en sus días de oficial subordinado. Cuando llegó al poder, en 1931, cerró el club en el cual, uno de sus miembros, le dio “bola negra”.

Este era el rechazo social. No era aplicado únicamente en los grupos de la sociedad. Apuntábamos hacia la pubertad cuando una noche, en camino hacia la calle Duarte desde la José Reyes, decidí hacer el recorrido por la acera norte de la Noria. Desde la acera sur, hacia la que abría una puerta de la farmacia San Antonio, varios contertulios del dueño, el señor Castro, me llamaron. Los noté desesperados, de manera que crucé la calle hasta ellos, dispuesto a guarecerme en el establecimiento. Noté que respiraron aspirando aire a profundidad, como si hubiesen salvado un náufrago, tras repetidos intentos.

Volví la vista y contemplé la figura de un vecino del lugar, que recostando el espaldar de una silla serrana, disfrutaba el fresco de la noche. “Cuando veas ese hombre ahí, no pases por esa acera”, me susurraron. Y entonces, salvado ya del dragón, me pidieron que bajase la brevísima cuadra por la 19 de Marzo y doblase, a la izquierda, por la Francisco Cerón. Transcurridos unos años, en conocimiento de la vida, adiviné las razones de aquellos señores que en aquella noche me impidieron caminar frente a uno de sus vecinos. Practicaban el rechazo social.

Pero ya no es tan fácil, porque hasta los asesinos y por supuesto, los ladrones, tienen derechos que pesan más que los de sus víctimas.

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