Reciben clases en  rancheta a punto de caerse a pedazos

Reciben clases en  rancheta a punto de caerse a pedazos

POR MARIEN A. CAPITAN
EL PODROSO, Elías Piña.-
Al calor de unas planchas de zinc agujereadas, los alumnos de la “Escuela Rural Podroso” reciben clases en una rancheta que está al punto de caerse a pedazos.

La dimensión de sus precariedades es tan grande que, casi con vergüenza, el director del centro educativo confiesa que desde hace ocho años, los niños que cursan el primero de básica no cuentan con un libro de lengua española,  materia que se imparte sin contar con el apoyo de un texto.

Pero la mala calidad de la infraestructura y la carencia de libros no es el peor problema que enfrentan los ciento veinticuatro alumnos que se sientan cada día en unas butacas que están casi desechas: sus maestros, lamentablemente, también necesitan aprender.

La mejor prueba de ello es haber escuchado cómo un profesor daba una clase acerca de los tipos de hojas. Aunque definía perfectamente cuáles eran aquellas perennes o caedizas, el maestro se equivocó a la hora de mandar a una estudiante a escribir la palabra caediza en la pizarra: la niña, aunque la escribía tal cual es, fue corregida para que le pusiera una h intercalada, pues para el maestro, se escribía “cahediza”.

Dejando de lado los desaciertos pedagógicos, llama la atención que a pocos metros de la escuela hay una construcción a la que le faltan pocos detalles para estar terminada: se trata de la escuela que estaba levantando el Programa de las Micro Realizaciones, financiado con fondos de la Unión Europea.

“A esa construcción sólo le falta el techo. A nosotros nos gustaría que la Secretaría nos ayude con eso”, explicó Gerson Urbáez, director de la escuela, quien  agregó que cuando llueve no pueden trabajar.                         

UNA CAMINATA DIARIA

Los niños que estudian en la escuela de esta comunidad rural llegan a clases hasta una hora y media antes de que les toque entrar al aula: como la mayoría de las butacas están en malas condiciones, se empeñan en ser los primeros para poder escoger uno de los mejores asientos.

Pese a ello, estos niños están en una condición privilegiada: mientras ellos sólo se aseguran de llegar temprano, los 25 que tienen que ir al séptimo u octavo grado tienen que desplazarse cuatro o cinco kilómetros para recibir docencia en el poblado de  Hato Viejo. Esto significa que deben caminar una hora para llegar a la escuela.

Es que la escuela de esta comunidad, explica Urbáez, sólo llega hasta sexto curso. Aunque ha querido extender el centro para que abarque todos los grados, Urbáez sostiene que la falta de espacio y de condiciones se lo han impedido.

“Los alumnos se dividen en dos tandas. Tenemos primero, segundo y tercero por la mañana  y cuarto, quinto y sexto por la tarde.

El problema es con los niños de séptimo y octavo. Como tienen que trasladarse, muchos de ellos finalmente desertan porque la escuela les queda muy lejos”. Los que aún no lo han hecho, porque todavía les toca asistir  a la “Escuela Rural Podroso”, sonríen a pesar del mal estado de su plantel.

Por no molestarse, ni siquiera piensan en que tienen que compartir sus cursos: unos lo hacen con estudiantes de otros grados; otros con el sol y el calor que, inclementes, se sienten con fuerza en horas de la tarde.

Los que comparten el espacio con otros menores son los que están cobijados por la rancheta, donde convergen dos cursos sin ninguna división. Los demás están afuera, en un “aula” improvisada con unos palos y un derruido techo de zinc.

Pero ni los agujeros del techo, ni el suelo hecho de montículos de tierra, ni las paredes de maderas ajadas, ni las vigas que se sostienen milagrosamente o las pizarras tan cuarteadas que deberían tirarse,  molestan a los niños: ellos, al ser cuestionados, aseguran que están felices de poder aprender algunas cosas que les servirán para el futuro.

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