Recordando Bombay, el drama diferencial y el negocio del odio

Recordando Bombay, el drama diferencial y el negocio del odio

Fue a fines de los años sesenta, hará cosa de cuarenta años.  La Sinfónica de Cincinnati  realizaba una gira alrededor del mundo, algo que no creo que se haya repetido porque se trató de un proyecto político-cultural del Departamento de Estado norteamericano que se extendió por casi medio año  entre Europa, Asia y Medio Oriente. Los principales de la Sinfónica fuimos hospedados en el mejor hotel de Bombay, el Taj Mahal, construido por los invasores ingleses en tiempos en que la Reina Victoria  era Emperatriz de la India.

   Bombay era considerada la ciudad  más limpia de la India, y más aceptante de lo extranjero, tal como Beirut era –por esos años- “el París del Medio Oriente” y allí presencié espectáculos a la altura del “Lido” de la capital francesa. No obstante, se trataba de una aceptación cultural fingida.  Simplemente no éramos de allá y ellos lo sabían mejor que nosotros, que pretendemos, hasta que podamos, hasta casi ser parisinos en París y británicos en Londres o en cualquiera de las islas o territorios de habla inglesa.

   No me exculpo. Cuando hablaba en esos territorios de Medio Oriente, adoptaba una  pronunciación británica en mi inglés, y me trataban con mayor respeto. Era la fuerza.

   Tenemos, los dominicanos, mucho que agradecerle a los beisbolistas nativos y, más recientemente a otros deportistas y artistas que, en creciente medida,   mantienen orgullosamente su realidad dominicana.

   Curiosamente, al llegar a Bombay, un acaudalado personaje local se me presentó en el   Taj Majal, como Cónsul de la República Dominicana en Bombay (también le dicen Mumbai a esta enorme e importante ciudad).  Me paseó por la ciudad en su enorme Mercedes Benz, acompañado de tres bellas jóvenes parsis, vestidas con saris de seda bordados en oro, y nos llevó a cenar .

   Resulta que, años atrás, de vacaciones en la Costa Azul francesa,  el potentado hindú había conocido a cierto personaje que, como un rey, descendía  los escalones de una larga escalera que  conducía al comedor. Sorprendido por ese hombre que no miraba los escalones y descendía erguido, indagó.

   Era Trujillo, “El Jefe” .

   El Taj Majal era un hotel imperial. Podría haber sido edificado en el corazón de Londres, pero el agua corriente era color  tierra, la comida –con pretensiones europeas- estaba cargada de curry y especias extrañas.

Un cuarteto de cuerdas amenizaba las comidas tocando “tocando” obras de Bach, Schubert, Gershwin y hasta de mariachis  mexicanos, con espantosas desafinaciones e incomprensión total del sentido de las obras. Ahora veo en el horror del ataque terrorista a aquel hotel, cómo ha progresado el odio y las distancias entre  los humanos; como esas regiones de Medio Oriente, que son  irreconciliables,  en el nombre absurdo de una religiosidad retorcida, recurren al crimen masivo e indiscriminado. Y  en el interés mentiroso de una igualdad imposible,  intentan romper creencias, preferencias y tradiciones milenarias.

Multitudes sufriendo hambrunas y enfermedades terribles.

¿Hay que buscar como Sherlock Holmes  o  Hercules Poirot, con una lupa, quiénes se benefician con la venta de esas armas sofisticadas que vemos en manos de los agresores hambrientos y desesperados, pero con una fortuna en armamentos y pertrechos, mientras que con el costo de una bala de alto calibre se puede comer?

   Es que el odio es un negocio.                       

   Un negocio puesto en  manos de la desesperanza.

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