Recuerdo de un  naufragio que costó la vida a quienes acudieron al rescate

Recuerdo de un  naufragio que costó la vida a quienes acudieron al rescate

La víspera de la desgracia,  el cielo estaba  ligeramente encapotado. En la tarde lucía un inusitado tono rojizo, presagio de mal tiempo en el lenguaje de los hombres de mar.

Llegada la noche, se vio brillar en el cielo a Hetol, la estrella demonio y de la muerte, cuya  luz parecía amenazar a San Pedro de Macorís.

Los marinos de los barcos surtos en el antepuerto, temerosos de lo que podría sobrevenir por menospreciar la visión de preaviso, levaron anclas y se adentraron en mar abierto, por el riesgo de que los elementos de la naturaleza violentaran la mar y los hiciesen zozobrar en la costa; o que embarrancaran en las crestas de los acantilados frente a lo que fuera la “Playa de Muerto”, hoy día… bien muerta que está…!

Al otro día, nueve de agosto del año 1928, los vientos del sur soplaban francos y a medida que avanzaba la mañana, se tornaron más violentos, levantando olas cada vez más frecuentes y peligrosas.

Al mediodía el tiempo empeoró y negros nubarrones cubrían todo el pueblo, que sufría de unos aguaceros que inundaban algunos de sus sectores y barrios.

Pronto la tormenta lo envolvía todo, sembrando el caos. La gente corría de aquí para allá, unos para guarecerse, otros para avituallarse de comida, y los demás, para hacerse de un pote de ron, preferible blanco “de pomarrosa” de Los Llanos y deambular por las calles desafiando los elementos, porque frente a la desgracia, los petromacorisanos somos así, porque así nacemos y no podemos ser de otro modo.

La atalaya para el avistamiento de los buques que tenían por destino el puerto de Macorís, en la época el más activo y la ciudad más floreciente de la República Dominicana, tenía su asiento en el lugar mismo donde sus ruinas actualmente se encuentran, una superficie firme y plana de arena y rocas marinas al borde mismo del proceloso Mar Caribe.

Ese nefasto día, cuando el vigía de turno escudriñaba el mar costero, por si asomaba algún buque extraviado, de repente avistó un bote pescador que era zarandeado a su antojo por un mar embravecido e inmisericorde.

Oteó  en él dos pescadores que luchaban con desesperación y vano esfuerzo, empeñados en enrrumbar la embarcación hacia la boca del río, uno abrazado al único palo de la embarcación completamente desnudo de su vela, hecha trizas por la furia de los vientos, así como su foque; y el otro asido a un timón plena que no obedecía al timonel.

El espectáculo era aterrador, tocando las partes más sensibles del vigía que presto dio aviso a la Comandancia del Puerto.

En la Comandancia atentos y en espera del desenvolvimiento de la violencia de la tormenta, permanecían las autoridades: Alfredo Saladin, práctico del puerto; Juan T. Dottin, oficial de Aduana; Juan González González (a) Bobito, e Ignacio Rojas, de Sanidad e Inmigración, respectivamente.

De entre ellos, Saladin era el más conocedor de los asuntos de mar. Se palpaba en su rostro curtido por las sales y en el que sobresalían unos ojos negros que escudriñaban el horizonte. .

Con el aviso desesperado el vigía golpeó como un ariete la capacidad de decisión de estos hombres en un momento y circunstancia en que resultaba difícil tomar la elección: arriesgaban sus propias vidas para salvar la vida ajena o se abstenían por temor al riesgo que se corría en esa empresa humanitaria.

Hay momentos en que no se piensa mucho en   que es lo correcto y lo humano. En todo caso,  se deja la decisión  a la conciencia, que es nuestro yo profundo y sostén de nuestro destino,  yque siempre esperamos que elija de tal forma que podamos dormir tranquilos por el resto de nuestras vidas.

De repente una voz ronca, con fuerza arrolladora tronó increpando… “¿Es que aquí no hay hombres?”… Era Dottín, en un estado de exaltación manifiesto a causa del momento que vivían. De inmediato al práctico Saladín se le oyó contestar… “aquí si hay hombres!”… y le ordenó a Rojas que soltara la lancha de sus amarras,  lo cual hizo de inmediato. Elgrupo la abordó desordenadamente y a prisa.

Tan pronto la lancha fue libre quedó a merced de la riada de un Higüamo henchido por los grandes aguaceros en su cabecera, y Los tripulantes, después de grandes esfuerzos, la pusieron  rumbo al  encuentro con el mar.

Las olas del estuario comenzaron a golpear la la proa, haciéndola cabecear violentamente, y las olas se tornaron más intensas y zarandeaban la embarcación como si fuera un juguete.

A medida que avanzaba el tiempo, la turbulencia desataba olas más monstruosas, que golpeaban la costa marina con tal fuerza y furor, que el estruendo se oía claramente en la ciudad, motivando muy pronto, que moradores del sector Miramar comenzaran a agolparse en el lugar llamado  la Punta de la Pasa.

La tragedia era inminente, La lancha se encontraba completamente a la deriva con su carga humana.

Los curiosos tuvieron que retirarse un poco más a tierra para evitar  que las olas los arrastrasen. Esta  gente vio con estupor que una ola gigantesca golpeó la lancha, tan violentamente que la elevó por los aires, arrojando al mar su indefensa carga humana y se pudo ver al desnudo su popa, hélice y timón y cuando bruscamente descendió en forma perpendicular. Luego  otra ola gigante y devastadora la golpeó por la banda de babor, volcándola hacia su banda de estribor y hundiéndola. ¡Que horror! De ella nada se volvió a ver, el mar se la había tragado y la gente reunida en la Punta de la Pasa, aterrada, solo vio manos y brazos agitados con desesperación, que emergían, sumergían y volvían a emerger, para sumergirse por última vez. Fueron los últimos gestos de unos brazos y unas manos afanosamente apegados a una vida que inexorablemente se les iba.

Pronto todo un pueblo conoció, lleno de estupor, la tragedia ocurrida.

Las campanas de la Iglesia doblaron con inefable tristeza y se oyó gemir la sirena del Cuerpo de Bomberos.  La escena era indescriptible, todo era conmovedor y la sufrían aún los más insensibles.

La tarde fue cayendo prontamente y se diría que el sol se fue más temprano que nunca y San Pedro de  Macorís quedó en una oscuridad más impenetrable que antes y en la noche en el paroxismo de su tristeza, dolor y pena  quedó dormido en un sueño  profundo.

Para algunos hombres de la época, esta desgracia sería recordada como una de las peores que este pueblo podría padecer, sufrir, porque no podían adivinar, lo que este pueblo padecería y sigue padeciendo desde el año 1930, con sus nefastos días que sepultaron completamente la gloria y el esplendor del que fuera con orgullo… nuestro “Batey Madre”.Cuánta crueldad!… Cuanto olvido, cuanto abandono… cuanto hedor! A los petromacorisanos nos han arrebatado todo, hasta los bateyes que florecieron en nuestros campos de caña, que para unos pocos fueron fuente de sudor y de lágrimas, para los muchos, manantiales del pan que da vida Trasel más cruel de los desamparos, de ellos sólo quedan ruinas y miseria porque la codicia de los hombres no nos  ha dejado siquiera un hueco, un horizonte, por donde escapar, sólo nos queda la paciencia y el silencio y no sabemos cuando perderemos la paciencia y cuando romperemos nuestro silencio, aunque solo sea para gritar… ¡Por Dios!… Líbrennos siquiera de la hediondez. 

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Epílogo

El destino resulta impredecible: los dos pescadores resultaron ser dos cocolos isleños, que al día siguiente aparecieron en el delta del Higüamo comiendo cocos.

En la margen oriental del río Higüamo, un Cenotafio rememora la tragedia, con los nombres de los caídos y la exhortación al sacrificio escrito por el insigne jurisconsulto y laureado poeta Virgilio Díaz Ordóñez, cuyas letras son: “Sirva su sacrificio heroico pero estéril para templar la temeridad y fecundar el ejemplo”, a los tres días en el vientre de un tiburón apareció, una pierna, con media y zapato.

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