Era el otoño de los sesenta. Habíamos dejado el Subway en Times Square. Al salir, hambrientos, nos sorprendió un vistoso letrero lumínico que anunciaba con grandes letras rojas Steaks a la parrilla por menos de cuatro dólares. Traían una enorme papa asada, con una herida ancha rellena de mantequilla junto a un generoso platillo de repollo cortado en trocitos y hundido en mayonesa.
No hacía mucho que el peso dominicano valía casi como el dólar, y en algún momento trujillista, más. ¿Tan suntuoso hartazgo por menos de cinco pesos dominicanos?
No lo podíamos creer. El valioso amigo y colega musical Arístides Incháustegui, quien andurreó largamente por aquel Nueva York que vive en mi recuerdo, rememora la cadena alimentaria TADS donde laboraban muchos dominicanos, y él llevaba a su dulce madre de ojos tiernos y vivaces a disfrutar aquellos suculentos steaks con papas enormes y ensalada.
Pero algo más me sucedió. Sorprendentemente comprendí la importancia de la comida, que siempre, en mi país, me pareció un grato espacio cotidiano y natural. Un placer, una costumbre, no una necesidad.
Fue después, en Dallas, Texas, cuando me enteré de que uno trabajaba para comer y poder volver a trabajar.
El Primer Viola de la Sinfónica de Dallas, parecido a Humphrey Bogart, y yo cruzamos a una cafetería frente al McFarlin Auditorium, que era sede de la Sinfónica, nos incorporamos a la fila de parroquianos con toda naturalidad y así nos mantuvimos (me mantuve) mecanizado hasta que mi colega comentó: Aquí vamos para comer y poder trabajar.
No importaba si era pescado o pasta, habichuelas mexicanas o sopa picante.
Este colega, brillantemente graduado de Psicología en la Universidad de Indiana, asiduo lector de libros y revistas, especialmente Newyorker y Playboy (según él, compraba Playboy por sus interesantes artículos), percibió el impacto que me habían causado sus palabras y pasó a sugerirme un almuerzo en el vecindario. Como poseía un Volvo color ratón de dos asientos, horrendo a mi gusto, a veces se ofrecía a llevarme a un restaurante suizo, no extremadamente lejano, donde cada cual pagaba su comida, más costosa y menos abundante, pero bien hecha y servida por jovencitas europeas de exquisitos modales. Luego regresábamos a un segundo ensayo sinfónico.
En verdad le debo a esos primeros steaks de Time Square mi aceptación de la comida norteamericana. Luego me acostumbré a almorzar comida mexicana norteamericanizada. Por los reglamentos de la Unión de Músicos, si no renovaba mi contrato con Dallas, debía pasar tres meses sin trabajar en ninguna sinfónica. Tenía ya otras ofertas de grandes sinfónicas y preferí trabajar esos tres meses como dibujante en las Empresas Glichts, pasando en limpio diseños de pozos petrolíferos, elaborados por una multitud de técnicos.
El Ingeniero Jefe, al ver mi trabajo, me indicó que no necesitaba ser tan preciso, aclarándome que los planos que yo detallaba pasaban por un grupo técnico que señalaba cualquier error. Ellos están para corregir los errores que cometieron ellos, no usted.
Pero, en ese mundo, a las afueras de Dallas, con tan fuerte influencia mexicana, no sé si complacido o aceptante de la aventura comía habichuelas enchiladas y otros alimentos que caían enlatados y ruidosos cuando uno insertaba las monedas adecuadas.
En fin.
Aprendí en Norteamérica que para trabajar hay que comer y que para comer hay que trabajar.